La
profecía podría ser la manifestación más misteriosa de la mente humana. El Libro de las Revelaciones, las Centurias de Nostradamus y los Tres
Secretos de Fátima son mensajes ambivalentes sobre el destino de la humanidad.
Mientras que su propósito principal es el de advertir a sus lectores sobre las
consecuencias de la venganza, la arrogancia y la impiedad, su veracidad depende
de manifestaciones destructoras.
Más
misteriosa que la inspiración profética de niños y videntes es la obra literaria que se adelanta a
la realidad. En 1898 el marinero y escritor Morgan Robertson publicó Futilidad, una novela que describe el
naufragio del Titan, el crucero más
lujoso del mundo, el cual es embestido por un témpano de hielo sobre el océano
Atlántico. Robertson anticipó por catorce años el hundimiento del Titanic. Presentando proféticamente una
guerra mundial en 1940, H.G. Wells escribió La
Forma de las Cosas por Venir en 1933,
una novela de ciencia ficción que describe el ascenso al poder de una clase de
tecnócratas y las incursiones de la Luftwaffe
sobre Londres. Wells escribió así mismo la adaptación de su novela para el
filme Cosas por Venir (1936),
dirigido por William Cameron Menzies. Este último puede ser fácilmente
confundido con material documental sobre el bombardeo de Londres[1].
En 1842 el poeta y escritor
norteamericano Edgar Allan Poe escribió La
Máscara de la Muerte Roja, un cuento que narra la historia de Próspero, un
acaudalado príncipe italiano que muere en su esfuerzo por prevenir la peste.
Ciento sesenta años después de su publicación La máscara de la Muerte Roja recuenta los temores de nuestra
civilización.
Las primeras líneas de la narración
de Poe anuncian la combinación mortífera de pobreza y peste en el así llamado
tercer mundo: «Desde hacía tiempo la 'Muerte Roja' devastaba la comarca.
Ninguna pestilencia había sido ni tan fatal ni tan abominable. La sangre era su
marca y su avatar; la rojura y el horror sanguinolento. Se sufrían dolores
agudos, mareos repentinos y un desangramiento profuso por los poros, con
disolución. Las manchas escarlatas en el cuerpo de una víctima, y
particularmente sobre su rostro, eran los sellos que la segregaban de la piedad
y simpatía de sus congéneres». La globalización se ha establecido como el
sistema de clases más refinado y selectivo. La esclavitud ha sido reemplazada
por la mano de obra abaratada. Las naciones más prósperas se han convertido en
los prestamistas de millones de hombres y mujeres que devengan un salario de
cerca de cien dólares mensuales por una semana de trabajo de cincuenta y cuatro
horas. Su prosperidad se basa en las tazas de interés de sus préstamos. Los
productos y mercancías de Asia, África y Latinoamérica son comercializados en
sociedades prestantes bajo condiciones draconianas, luego de competir con
economías locales sobreprotegidas.
La mayoría de las democracias del mundo son mise-en-scène
que disimulan la corrupción de oligarquías enriquecidas: familias de
terratenientes, mercaderes y tiranos que apenas titubean al momento de vender
los recursos de sus países natales por una contribución legal a sus cuentas
bancarias en Suiza o Mónaco.
Las naciones pobres ya no se granjean
la piedad y simpatía de sus congéneres más civilizados. Su miseria es
desconocida, deformada e idealizada. Durante los años recientes las amenazas de guerra biológica se reducían a las naciones menos acaudaladas; el temor de una pandemia, sin embargo, es real. A los ojos del mundo más civilizado la masa más
pobre no alcanzan ni tan siquiera la condición de los leprosos; privada de
electricidad y educación su misma existencia es denegada. Y aún así, este mundo
subcategorizado contiene a las cuatro quintas partes del género humano. A pesar
de los logros de la ciencia y la tecnología nuestra organización política
revive tiempos antiguos. Como en las eras más oscuras, el mundo se divide entre
un imperio minoritario y los habitantes de un mundo desconocido, bárbaro, feroz
y desesperado.
«Pero el príncipe Próspero era
ecuánime, atrevido y sagaz (…) Reconocía los colores y sus efectos. La decoración de moda no le interesaba.
Sus propósitos eran impulsivos y perspicaces, y sus ideas resplandecían con
lustre ecológico. Algunos lo creían demente, pero sus seguidores disentían;
bastaba con oírlo, verlo y tocarlo para cerciorarse de su cordura». Poe incluso
predice las virtudes de los actuales gobernantes de nuestra cultura occidental.
Nuestras opiniones sobre una coalición global contra el terrorismo están
dividas; mientras que los pacifistas aseveran que el daño colateral causado por
la fuerza aérea de las naciones más prósperas propagará aún más terrorismo,
quienes apoyan a la administración coercitiva insisten en su capacidad de controlar y
suprimir atentados suicidas. Su armamento y sus satélites no solamente son los
más sofisticados del mundo; también inspiran el respeto o el miedo de sus
aliados y enemigos.
«Cuando la mitad de sus dominios
fueron desolados, él convocó a su presencia a mil de sus amigos, los más
robustos y despreocupados entre sus caballeros y cortesanas, y los condujo al
bosque para recluirse en una de sus abadías fortificadas. Esta cartuja poseía
una estructura extensa y magnífica; la creación de un príncipe excéntrico, de
gusto imperial. Un muro fuerte y empinado la salvaguardaba; una vez adentro los
cortesanos, previamente provistos de fraguas y martillos macizos, soldaron las
puertas de hierro que lo circundaban. Se había resuelto eliminar los medios de
ingreso y egreso para prevenir los impulsos repentinos que el desespero y el
frenesí del enclaustramiento prolongado pudiesen provocar. Ya la abadía había
sido generosamente abastecida; con semejantes preparativos los cortesanos
podrían burlar cualquier contagio. El mundo externo se defendería por sí mismo;
entre tanto todo lamento o pensamiento sería baladí; el príncipe había
desplegado todos sus entretenimientos placenteros: habían bufones, habían
saltimbanquis, habían bailarines, habían orquestas, había Belleza, había vino.
Todo esto, además de seguridad, estaba adentro. Afuera deambulaba la Muerte Roja».
Mientras hay países que "protegen" a niños emigrantes en campos de "refugiados", en Europa el neonazismo
presiona por una política más recia contra los emigrantes. Aunque la
obra de mano barata fue desesperadamente requerida por Europa durante las
décadas posteriores a la segunda guerra mundial, ésta ha devenido ahora
redundante ante las miríadas de tercermundistas que cruzan el Mediterraneo. Las
leyes de la globalización permiten que las compañías multinacionales construyan
sus fábricas en los países subdesarrollados, en donde sus empleados se
conforman con magros salarios. Las cosechas de frutas de los Estados Unidos
son recogidas, año tras año, por cientos de emigrantes ilegales
centroamericanos bajo la connivencia de autoridades federales y municipales.
Como el príncipe Próspero, el mundo que organiza la economía, construye una muralla o sistemas de misiles con el supuesto propósito de proteger a su país contra las
amenazas del mundo exterior. Luego de las manifestaciones de fraternidad y
simpatía exhibidas durante los años de la guerra fría, las naciones más prestantes cierran sus cortinas de hierro. «El mundo externo se defenderá por sí mismo»,
es el argumento que justifica la indolencia del príncipe Próspero, cuya
intención fue, esencialmente, la de repeler las incursiones de sus vasallos:
deseperados atraídos por su felicidad y su fortuna, dispuestos a irrumpir en su
abadía para diseminar el caos contra su voluntad. Su temor corresponde a los
temores de nuestra generación. Hora tras hora cientos de infelices pierden sus
vidas al cruzar los mares que protegen los suelos de las naciones más
prósperas. Cito, verbigracia, el testimonio que la prensa publicó de Vito
Diodato, capitán de uno de los botes pesqueros que rescataron a siete
emigrantes sobre la costa italiana, noticia entonces ampliamente difundida. Cincuenta hombres, mujeres y niños se ahogaron
ante un navío patrulla de quince mil toneladas, el cual «rehusó atender a
clamores de socorro y actuó sin prisa cuando el bote de los emigrantes fue
volteado por una ola gigantesca (…) La imagen más espantosa fue la de una mujer
negra forcejeando con otros pasajeros por alcanzar una botella de agua para su
bebé. En medio del ajetreo fue abatida con un puño en su cara (…) Yo la vi
ahogarse cuatro horas más tarde, luego de aferrarse sin fuerzas a un salvavidas
que encontró en las aguas».
La ideología que conduce a esta mujer
a sacrificar su vida y la de su bebé por un sitio en el mundo adinerado es la
misma ideología que modela el aislamiento y egoísmo de las sociedades
industrializadas de hoy: neocolonialismo. Este, en efecto, ya no es un sistema económico,
sino ideológico, fuertemente centralizado; la vida en las antiguas colonias se
ha tornado fantasmagórica, desamparada, inmerecida y banal, mientras que el
lustre de los saltimbanquis californianos y londinenses se eleva sobre todas
las aspiraciones del género humano.
«Fue hacia el final del quinto o
sexto mes de su aislamiento, cuando la peste alcanzaba su punto álgido en la
comarca, cuando el príncipe Próspero decidió entretener a sus amigos con un baile de disfraces magnífico,
extraordinario».
Riqueza, lujo y exceso consagran a
una pequeña región del mundo sobre todas las demás, región necesariamente desterritorializada, que excluye el tercer mundo dentro del primer mundo y el primero dentro del tercero. Los medios de comunicación
realzan la superabundancia de dichas regiones, tornándolas en los principales
escenarios de la historia. Un sentimiento artificial de inclusión y de
exclusión crece dentro y fuera de las sociedades modernas. «¿Cómo puedo ir a
Broadway?… Quiero ir al centro de todo[2]», asevera uno
de los personajes de «Manhattan Transfer»
luego de desembarcar en los Estados Unidos. Broadway, no obstante, es descrito
por Dos Passos como cualquier calle hacinada, sobre la cual la gente camina en
todas las direcciones. La ideología neocolonialista es apenas estremecida por
catástrofes y desastres naturales. En 1985 veinticinco mil personas murieron en
Colombia como resultado de un desastre natural. Tres días más tarde los medios
de comunicación bogotanos señalaban con orgullo que por una semana Colombia
había sido el centro de atención del mundo; ese mundo se reducía a un puñado de periódicos de Japón, Europa
occidental y el mundo anglosajón
Luego de invitar a sus parientes y
amigos, el príncipe Próspero celebra su mascarada en seis de los siete salones
de su fortaleza, pues «en el salón occidental, o de ébano, el efecto de la luz
de las lámparas que se filtraba sobre las pesadas colgaduras mortuorias a
través de los vitrales sanguinolentos, era espectral en extremo, y producía un
gesto tan desencajado sobre el rostro de sus huéspedes, que muy pocos osaban
aventurarse en sus precintos. Era además en este apartamento en donde un reloj
gigantesco de ébano se erigía contra la pared occidental. Su péndulo oscilaba
de un lado a otro con un clamor pesado y monótono; y cuando el minutero
consumía el circuito de su rostro, y cuando la hora estaba cerca de anunciarse,
surgía de sus pulmones metálicos un sonido claro, profundo, fuerte y, sobre
todo, musical, aunque de una nota y un énfasis tan peculiar que al fin de cada
hora los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir,
momentáneamente, su interpretación para percibir aquel tañido; y así,
inevitablemente, las parejas de bailadores cesaban sus meneos, y un breve
desconcierto se cernía sobre toda la compañía de divertidos; y se podía
observar que mientras los campaneos del reloj aún resonaban, los más frívolos
palidecían y los más maduros y aplomados pasaban sus manos sobre sus frentes,
como presas de un ensimismamiento o meditación confusa.»
Mientras discutimos el juicio y la
voluntad de nuestros caudillos, concedemos al Tiempo el comando supremo de
nuestra existencia. Poe teje su narración alrededor de un reloj tenebroso y
solemne, recuerdo urticante de los límites de nuestras horas. Los ancianos, al igual que los jóvenes
y los más alegres, son estremecidos por sus campanazos. A pesar de los
esfuerzos de cirujanos plásticos e ingenieros genéticos, millones de seres
humanos mueren día a día. Las cifras sobre los promedios de vida son engañosas:
favorecen a los países con las más bajas tasas de nacimiento. Nadie conoce su
última hora; nadie sabe sus circunstancias. La muerte cercena la existencia
de hombres y mujeres sin reparar en su edad, en su credo o en su linaje. Guías
espirituales y filósofos como Jesús, Buda, Socrates, Boecio, y Montaigne
sobresaltan las ventajas de una vida sin temores. Pero nuestras sociedades,
tal y como nuestros perspicuos líderes las han entendido, se basan en el miedo:
miedo a ser ridiculizado, miedo a ser perseguido, miedo a deprimirse, miedo a
morir. Una comunidad sin miedo a la muerte deterioraría la solidez de un
sistema que produce, inculca y controla sus miedos. Los presupuestos de defensa
son aprobados de acuerdo al miedo que el mundo inspira en nuestros políticos.
La avaricia crece, pues los más acaudalados temen volver a un estado menos
acaudalado. Los emigrantes del mundo subdesarrollado arriesgan sus vidas por
miedo a la hambruna. Pero el miedo, como la esperanza, es una especulación
azarosa sobre el futuro. A pesar de la guerra, el hambre y la enfermedad, la
vida humana continua en las naciones más pobres. Por otra parte las naciones
más 'seguras' del mundo han demostrado su vulnerabilidad al terrorismo local e
internacional. La realidad es que nadie puede controlar el destino de un
universo supeditado a su destrucción.
El once de septiembre de 2001, los
tañidos del reloj de ébano de Poe fueron estrepitosamente oídos. Su impacto psicológico sobre la población de los Estados Unidos requería
no solamente un diálogo sobre la organización política del mundo, sino también
una reflexión metafísica sobre el propósito y el sentido de su existencia. En
su lugar clérigos dogmáticos y políticos necios redujeron el problema del
islamismo radical a un forcejeo entre el bien y el mal. A medida que los
ejecutivos de la industria de armamentos se enriquecen más y más, los ciudadanos
de las naciones más prósperas recobran su entumecimiento metafísico.
«Pero cuando los ecos [del reloj]
cesaban, una hilaridad liviana se difundía entre los convidados; los músicos
intercambiaban miradas y sonreían por su demencia y nerviosismo, musitando
votos de que el próximo tañido del reloj no habría de producirles una emoción
parecida (…) Hasta que el reloj comenzó a exhalar los tañidos de la medianoche,
y la música cesó (…) Y así, antes de que se ahogaran en el silencio los últimos
ecos del último campanazo, varios comensales descubrieron la presencia de una
máscara hasta entonces desapercibida. Y habiendo corrido en un
susurro la noticia de su intrusión, se suscitó entre la concurrencia un
cuchicheo, un murmullo significativo de asombro y desaprobación, y luego, por
último, de terror, de horror y de repugnancia (…) El personaje era alto y descarnado y estaba envuelto en un
sudario de pies a cabeza. La máscara que ocultaba su rostro representaba tan
bien el semblante de un cadáver rígido, que el análisis más minucioso
difícilmente hubiera descubierto el artificio. No obstante, todos aquellos
locos desenfrenados la hubieran podido soportar, si no aprobar. Pero el
fantoche había osado adoptar el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban
empapadas de sangre, y su amplia frente, al igual que los rasgos de su rostro,
estaban salpicados del horror escarlata.»
«Cuando los ojos del príncipe
Próspero cayeron sobre esta figura espectral —la cual, con un compás lento y
solemne, como para mejor consumar su papel, se zarandeaba de un sitio a otro
entre los bailarines—, se le vio, en primer lugar, convulsionarse en un
violento estremecimiento de nausea y horror, pero casi enseguida su frente
enrojeció colérica.»
«— ¿Quién se atreve —preguntó con voz
ronca a los cortesanos que lo circundaban—, quién se atreve a insultarnos con
esa burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascaradle! ¡Que sepamos a quién
hemos de ahorcar en nuestras almenas al amanecer!»
«Era en la sala siniestra, o sala
azul, donde se encontraba el príncipe Próspero cuando pronunció estas palabras, las cuales resonaron fuerte y claramente a través de los siete salones, pues el príncipe
era un hombre temerario y robusto y la música había enmudecido a una señal de
su mano. Era en la sala azul en donde estaba el príncipe con un grupo de
cortesanos pálidos a sus costados. Primero, mientras él hablaba, hubo entre el
grupo un leve movimiento de avance en dirección del intruso, quien durante un
momento estuvo casi al alcance de sus manos, y que ahora, con paso deliberado y
continuo, se acercaba más y más al príncipe. Pero, por cierta reverencia
indefinible que la audacia insensata de la máscara había inspirado entre los
convidados, no hubo nadie que pusiera la mano en ella, aun cuando, sin
encontrar ningún obstáculo, pasó a dos pasos de la persona del príncipe; y en
tanto que la inmensa asamblea, como si obedeciera a un solo movimiento,
retrocedía del centro de la sala a las paredes, la máscara continuó su camino
sin interrupción, con aquel mismo vaivén solemne y mesurado que la había
distinguido desde el principio, de la sala azul a la sala púrpura, de la sala
púrpura a la sala verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y de
la blanca a la violeta, antes de que nadie hiciera un movimiento decisivo para
detenerla. Fue entonces, cuando el príncipe Próspero, exasperado de cólera y
vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las
seis salas sin que nadie lo siguiera, porque un terror mortal se había
apoderado de la concurrencia. Blandía un puñal y se había aproximado
impetuosamente a una distancia de tres o cuatro pasos del fantasma que se batía
en retirada, cuando éste, llegado a la proximidad de la sala de los terciopelos,
se volvió bruscamente afrontando a su perseguidor. Hubo un grito agudo, y el
puñal se deslizó relampagueante sobre la alfombra fúnebre; casi de inmediato el
príncipe cayó postrado sobre ésta en un rictus de muerte. Entonces, invocando
el frenético valor de la desesperación, una multitud de máscaras se precipitó a
la vez en la sala negra, y, asiendo al fantoche que se mantenía, como una gran
estatua, rígido e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, se sintieron
sofocados por un terror innombrable al descubrir el sudario y la máscara
cadavérica —arrebatada con furia inusitada—, desprovistos de formas tangibles.»
La prosa de Poe se torna macabra. La
historia del príncipe Próspero advierte al lector sobre la inminencia de la
muerte, y sobre el esfuerzo inútil de quienes pretenden sobrevivir a costa del resto del mundo:
«Todos reconocieron entonces la
presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y los desenfrenados cayeron uno a uno en las salas de orgía manchadas de sangre y
cada uno murió en la postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj de
ébano acabó con la del último de aquellos divertidos. Y las llamas de los
trípodes se extinguieron. Y las Tinieblas, y la Decadencia, y la Muerte Roja
ostentaron dominio ilimitado sobre todos.»
Su último párrafo es apocalíptico para sus personajes y admonitorio para sus lectores. La mayoría de los vasallos de Próspero sobreviven y una nueva generación de hombres y
mujeres pueblan la comarca.
Siglos más tarde, en un país remoto, un poeta escribe la historia de un hombre saludable que desafía la generosidad de la fortuna. Su poder absoluto lo persuade de su habilidad para controlar su vida y su muerte; reacio a aliviar la enfermedad y la miseria de sus súbditos, este hombre se retira a su morada más segura: su palacio, para sumirse en una tranquilidad rayana en su muerte.
Siglos más tarde, en un país remoto, un poeta escribe la historia de un hombre saludable que desafía la generosidad de la fortuna. Su poder absoluto lo persuade de su habilidad para controlar su vida y su muerte; reacio a aliviar la enfermedad y la miseria de sus súbditos, este hombre se retira a su morada más segura: su palacio, para sumirse en una tranquilidad rayana en su muerte.
[1] Ni los filósofos están exentos del delirio profético. En 1790 Edmund Burke
publicó Reflections on The
Revolution in France, tratado que anticipa cronológicamente el legado
de la revolución francesa, incluyendo el ascenso despótico de Napoleón
Bonaparte.
[2] Doss Passos,
John. Manhattan
Transfer (Londres: Penguin, 1986), p.16.
No comments:
Post a Comment