Sunday, October 6, 2013

Poe, ‘’La Máscara de la Muerte Roja’’ y su correspondencia con la civilización occidental

La profecía podría ser la manifestación más misteriosa de la mente humana. El Libro de las Revelaciones, las Centurias de Nostradamus y los Tres Secretos de Fátima son mensajes ambivalentes sobre el destino de la humanidad. Mientras que su propósito principal es el de advertir a sus lectores sobre las consecuencias de la venganza, la arrogancia y la impiedad, su veracidad depende de manifestaciones destructoras. 
Más misteriosa que la inspiración profética de niños y videntes  es la obra literaria que se adelanta a la realidad. En 1898 el marinero y escritor Morgan Robertson publicó Futilidad, una novela que describe el naufragio del Titan, el crucero más lujoso del mundo, el cual es embestido por un témpano de hielo sobre el océano Atlántico. Robertson anticipó por catorce años el hundimiento del Titanic. Presentando proféticamente una guerra mundial en 1940, H.G. Wells escribió La Forma de las Cosas por Venir en 1933, una novela de ciencia ficción que describe el ascenso al poder de una clase de tecnócratas y las incursiones de la Luftwaffe sobre Londres. Wells escribió así mismo la adaptación de su novela para el filme Cosas por Venir (1936), dirigido por William Cameron Menzies. Este último puede ser fácilmente confundido con material documental sobre el bombardeo de Londres[1].  
En 1842 el poeta y escritor norteamericano Edgar Allan Poe escribió La Máscara de la Muerte Roja, un cuento que narra la historia de Próspero, un acaudalado príncipe italiano que muere en su esfuerzo por prevenir la peste. Ciento sesenta años después de su publicación La máscara de la Muerte Roja recuenta los temores de nuestra civilización.
Las primeras líneas de la narración de Poe anuncian la combinación mortífera de pobreza y peste en el así llamado tercer mundo: «Desde hacía tiempo la 'Muerte Roja' devastaba la comarca. Ninguna pestilencia había sido ni tan fatal ni tan abominable. La sangre era su marca y su avatar; la rojura y el horror sanguinolento. Se sufrían dolores agudos, mareos repentinos y un desangramiento profuso por los poros, con disolución. Las manchas escarlatas en el cuerpo de una víctima, y particularmente sobre su rostro, eran los sellos que la segregaban de la piedad y simpatía de sus congéneres». La globalización se ha establecido como el sistema de clases más refinado y selectivo. La esclavitud ha sido reemplazada por la mano de obra abaratada. Las naciones más prósperas se han convertido en los prestamistas de millones de hombres y mujeres que devengan un salario de cerca de cien dólares mensuales por una semana de trabajo de cincuenta y cuatro horas. Su prosperidad se basa en las tazas de interés de sus préstamos. Los productos y mercancías de Asia, África y Latinoamérica son comercializados en sociedades prestantes bajo condiciones draconianas, luego de competir con economías locales  sobreprotegidas. La mayoría de las democracias del mundo son mise-en-scène que disimulan la corrupción de oligarquías enriquecidas: familias de terratenientes, mercaderes y tiranos que apenas titubean al momento de vender los recursos de sus países natales por una contribución legal a sus cuentas bancarias en Suiza o Mónaco.
Las naciones pobres ya no se granjean la piedad y simpatía de sus congéneres más civilizados. Su miseria es desconocida, deformada e idealizada. Durante los años recientes las amenazas de guerra biológica se reducían a las naciones menos acaudaladas; el temor de una pandemia, sin embargo, es real.  A los ojos del mundo más civilizado la masa más pobre no alcanzan ni tan siquiera la condición de los leprosos; privada de electricidad y educación su misma existencia es denegada. Y aún así, este mundo subcategorizado contiene a las cuatro quintas partes del género humano. A pesar de los logros de la ciencia y la tecnología nuestra organización política revive tiempos antiguos. Como en las eras más oscuras, el mundo se divide entre un imperio minoritario y los habitantes de un mundo desconocido, bárbaro, feroz y desesperado.
«Pero el príncipe Próspero era ecuánime, atrevido y sagaz (…) Reconocía los colores y sus efectos.  La decoración de moda no le interesaba. Sus propósitos eran impulsivos y perspicaces, y sus ideas resplandecían con lustre ecológico. Algunos lo creían demente, pero sus seguidores disentían; bastaba con oírlo, verlo y tocarlo para cerciorarse de su cordura». Poe incluso predice las virtudes de los actuales gobernantes de nuestra cultura occidental. Nuestras opiniones sobre una coalición global contra el terrorismo están dividas; mientras que los pacifistas aseveran que el daño colateral causado por la fuerza aérea de las naciones más prósperas propagará aún más terrorismo, quienes apoyan a la administración coercitiva insisten en su capacidad de controlar y suprimir atentados suicidas. Su armamento y sus satélites no solamente son los más sofisticados del mundo; también inspiran el respeto o el miedo de sus aliados y enemigos.
«Cuando la mitad de sus dominios fueron desolados, él convocó a su presencia a mil de sus amigos, los más robustos y despreocupados entre sus caballeros y cortesanas, y los condujo al bosque para recluirse en una de sus abadías fortificadas. Esta cartuja poseía una estructura extensa y magnífica; la creación de un príncipe excéntrico, de gusto imperial. Un muro fuerte y empinado la salvaguardaba; una vez adentro los cortesanos, previamente provistos de fraguas y martillos macizos, soldaron las puertas de hierro que lo circundaban. Se había resuelto eliminar los medios de ingreso y egreso para prevenir los impulsos repentinos que el desespero y el frenesí del enclaustramiento prolongado pudiesen provocar. Ya la abadía había sido generosamente abastecida; con semejantes preparativos los cortesanos podrían burlar cualquier contagio. El mundo externo se defendería por sí mismo; entre tanto todo lamento o pensamiento sería baladí; el príncipe había desplegado todos sus entretenimientos placenteros: habían bufones, habían saltimbanquis, habían bailarines, habían orquestas, había Belleza, había vino. Todo esto, además de seguridad, estaba adentro. Afuera deambulaba la Muerte Roja».
Mientras hay países que "protegen" a niños emigrantes en campos de "refugiados", en Europa el neonazismo presiona por una política más recia contra los emigrantes. Aunque la obra de mano barata fue desesperadamente requerida por Europa durante las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, ésta ha devenido ahora redundante ante las miríadas de tercermundistas que cruzan el Mediterraneo. Las leyes de la globalización permiten que las compañías multinacionales construyan sus fábricas en los países subdesarrollados, en donde sus empleados se conforman con magros salarios. Las cosechas de frutas de los Estados Unidos son recogidas, año tras año, por cientos de emigrantes ilegales centroamericanos bajo la connivencia de autoridades federales y municipales. Como el príncipe Próspero, el mundo que organiza la economía, construye una muralla o sistemas de misiles con el supuesto propósito de proteger a su país contra las amenazas del mundo exterior. Luego de las manifestaciones de fraternidad y simpatía exhibidas durante los años de la guerra fría, las naciones más prestantes cierran sus cortinas de hierro. «El mundo externo se defenderá por sí mismo», es el argumento que justifica la indolencia del príncipe Próspero, cuya intención fue, esencialmente, la de repeler las incursiones de sus vasallos: deseperados atraídos por su felicidad y su fortuna, dispuestos a irrumpir en su abadía para diseminar el caos contra su voluntad. Su temor corresponde a los temores de nuestra generación. Hora tras hora cientos de infelices pierden sus vidas al cruzar los mares que protegen los suelos de las naciones más prósperas. Cito, verbigracia, el testimonio que la prensa publicó de Vito Diodato, capitán de uno de los botes pesqueros que rescataron a siete emigrantes sobre la costa italiana, noticia entonces ampliamente difundida. Cincuenta hombres, mujeres y niños se ahogaron ante un navío patrulla de quince mil toneladas, el cual «rehusó atender a clamores de socorro y actuó sin prisa cuando el bote de los emigrantes fue volteado por una ola gigantesca (…) La imagen más espantosa fue la de una mujer negra forcejeando con otros pasajeros por alcanzar una botella de agua para su bebé. En medio del ajetreo fue abatida con un puño en su cara (…) Yo la vi ahogarse cuatro horas más tarde, luego de aferrarse sin fuerzas a un salvavidas que encontró en las aguas».  
La ideología que conduce a esta mujer a sacrificar su vida y la de su bebé por un sitio en el mundo adinerado es la misma ideología que modela el aislamiento y egoísmo de las sociedades industrializadas de hoy: neocolonialismo. Este, en efecto, ya no es un sistema económico, sino ideológico, fuertemente centralizado; la vida en las antiguas colonias se ha tornado fantasmagórica, desamparada, inmerecida y banal, mientras que el lustre de los saltimbanquis californianos y londinenses se eleva sobre todas las aspiraciones del género humano.
«Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su aislamiento, cuando la peste alcanzaba su punto álgido en la comarca, cuando el príncipe Próspero decidió entretener a sus amigos  con un baile de disfraces magnífico, extraordinario».
Riqueza, lujo y exceso consagran a una pequeña región del mundo sobre todas las demás, región necesariamente desterritorializada, que excluye el tercer mundo dentro del primer mundo y el primero dentro del tercero. Los medios de comunicación realzan la superabundancia de dichas regiones, tornándolas en los principales escenarios de la historia. Un sentimiento artificial de inclusión y de exclusión crece dentro y fuera de las sociedades modernas. «¿Cómo puedo ir a Broadway?… Quiero ir al centro de todo[2]», asevera uno de los personajes de «Manhattan Transfer» luego de desembarcar en los Estados Unidos. Broadway, no obstante, es descrito por Dos Passos como cualquier calle hacinada, sobre la cual la gente camina en todas las direcciones. La ideología neocolonialista es apenas estremecida por catástrofes y desastres naturales. En 1985 veinticinco mil personas murieron en Colombia como resultado de un desastre natural. Tres días más tarde los medios de comunicación bogotanos señalaban con orgullo que por una semana Colombia había sido el centro de atención del mundo; ese mundo se reducía a un puñado de periódicos de Japón, Europa occidental y el mundo anglosajón
Luego de invitar a sus parientes y amigos, el príncipe Próspero celebra su mascarada en seis de los siete salones de su fortaleza, pues «en el salón occidental, o de ébano, el efecto de la luz de las lámparas que se filtraba sobre las pesadas colgaduras mortuorias a través de los vitrales sanguinolentos, era espectral en extremo, y producía un gesto tan desencajado sobre el rostro de sus huéspedes, que muy pocos osaban aventurarse en sus precintos. Era además en este apartamento en donde un reloj gigantesco de ébano se erigía contra la pared occidental. Su péndulo oscilaba de un lado a otro con un clamor pesado y monótono; y cuando el minutero consumía el circuito de su rostro, y cuando la hora estaba cerca de anunciarse, surgía de sus pulmones metálicos un sonido claro, profundo, fuerte y, sobre todo, musical, aunque de una nota y un énfasis tan peculiar que al fin de cada hora los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir, momentáneamente, su interpretación para percibir aquel tañido; y así, inevitablemente, las parejas de bailadores cesaban sus meneos, y un breve desconcierto se cernía sobre toda la compañía de divertidos; y se podía observar que mientras los campaneos del reloj aún resonaban, los más frívolos palidecían y los más maduros y aplomados pasaban sus manos sobre sus frentes, como presas de un ensimismamiento o meditación confusa.»
Mientras discutimos el juicio y la voluntad de nuestros caudillos, concedemos al Tiempo el comando supremo de nuestra existencia. Poe teje su narración alrededor de un reloj tenebroso y solemne, recuerdo urticante de los límites de nuestras horas.  Los ancianos, al igual que los jóvenes y los más alegres, son estremecidos por sus campanazos. A pesar de los esfuerzos de cirujanos plásticos e ingenieros genéticos, millones de seres humanos mueren día a día. Las cifras sobre los promedios de vida son engañosas: favorecen a los países con las más bajas tasas de nacimiento. Nadie conoce su última hora; nadie sabe sus circunstancias. La muerte cercena la existencia de hombres y mujeres sin reparar en su edad, en su credo o en su linaje. Guías espirituales y filósofos como Jesús, Buda, Socrates, Boecio, y Montaigne sobresaltan las ventajas de una vida sin temores. Pero nuestras sociedades, tal y como nuestros perspicuos líderes las han entendido, se basan en el miedo: miedo a ser ridiculizado, miedo a ser perseguido, miedo a deprimirse, miedo a morir. Una comunidad sin miedo a la muerte deterioraría la solidez de un sistema que produce, inculca y controla sus miedos. Los presupuestos de defensa son aprobados de acuerdo al miedo que el mundo inspira en nuestros políticos. La avaricia crece, pues los más acaudalados temen volver a un estado menos acaudalado. Los emigrantes del mundo subdesarrollado arriesgan sus vidas por miedo a la hambruna. Pero el miedo, como la esperanza, es una especulación azarosa sobre el futuro. A pesar de la guerra, el hambre y la enfermedad, la vida humana continua en las naciones más pobres. Por otra parte las naciones más 'seguras' del mundo han demostrado su vulnerabilidad al terrorismo local e internacional. La realidad es que nadie puede controlar el destino de un universo supeditado a su destrucción.
El once de septiembre de 2001, los tañidos del reloj de ébano de Poe fueron estrepitosamente oídos. Su impacto psicológico sobre la población de los Estados Unidos requería no solamente un diálogo sobre la organización política del mundo, sino también una reflexión metafísica sobre el propósito y el sentido de su existencia. En su lugar clérigos dogmáticos y políticos necios redujeron el problema del islamismo radical a un forcejeo entre el bien y el mal. A medida que los ejecutivos de la industria de armamentos se enriquecen más y más, los ciudadanos de las naciones más prósperas recobran su entumecimiento metafísico.
«Pero cuando los ecos [del reloj] cesaban, una hilaridad liviana se difundía entre los convidados; los músicos intercambiaban miradas y sonreían por su demencia y nerviosismo, musitando votos de que el próximo tañido del reloj no habría de producirles una emoción parecida (…) Hasta que el reloj comenzó a exhalar los tañidos de la medianoche, y la música cesó (…) Y así, antes de que se ahogaran en el silencio los últimos ecos del último campanazo, varios comensales descubrieron la presencia de una máscara hasta entonces desapercibida. Y habiendo corrido en un susurro la noticia de su intrusión, se suscitó entre la concurrencia un cuchicheo, un murmullo significativo de asombro y desaprobación, y luego, por último, de terror, de horror y de repugnancia (…)  El personaje era alto y descarnado y estaba envuelto en un sudario de pies a cabeza. La máscara que ocultaba su rostro representaba tan bien el semblante de un cadáver rígido, que el análisis más minucioso difícilmente hubiera descubierto el artificio. No obstante, todos aquellos locos desenfrenados la hubieran podido soportar, si no aprobar. Pero el fantoche había osado adoptar el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban empapadas de sangre, y su amplia frente, al igual que los rasgos de su rostro, estaban salpicados del horror escarlata.»
«Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre esta figura espectral —la cual, con un compás lento y solemne, como para mejor consumar su papel, se zarandeaba de un sitio a otro entre los bailarines—, se le vio, en primer lugar, convulsionarse en un violento estremecimiento de nausea y horror, pero casi enseguida su frente enrojeció colérica.»
«— ¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que lo circundaban—, quién se atreve a insultarnos con esa burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascaradle! ¡Que sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al amanecer!»
«Era en la sala siniestra, o sala azul, donde se encontraba el príncipe Próspero cuando pronunció estas palabras, las cuales resonaron fuerte y claramente a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre temerario y robusto y la música había enmudecido a una señal de su mano. Era en la sala azul en donde estaba el príncipe con un grupo de cortesanos pálidos a sus costados. Primero, mientras él hablaba, hubo entre el grupo un leve movimiento de avance en dirección del intruso, quien durante un momento estuvo casi al alcance de sus manos, y que ahora, con paso deliberado y continuo, se acercaba más y más al príncipe. Pero, por cierta reverencia indefinible que la audacia insensata de la máscara había inspirado entre los convidados, no hubo nadie que pusiera la mano en ella, aun cuando, sin encontrar ningún obstáculo, pasó a dos pasos de la persona del príncipe; y en tanto que la inmensa asamblea, como si obedeciera a un solo movimiento, retrocedía del centro de la sala a las paredes, la máscara continuó su camino sin interrupción, con aquel mismo vaivén solemne y mesurado que la había distinguido desde el principio, de la sala azul a la sala púrpura, de la sala púrpura a la sala verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y de la blanca a la violeta, antes de que nadie hiciera un movimiento decisivo para detenerla. Fue entonces, cuando el príncipe Próspero, exasperado de cólera y vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis salas sin que nadie lo siguiera, porque un terror mortal se había apoderado de la concurrencia. Blandía un puñal y se había aproximado impetuosamente a una distancia de tres o cuatro pasos del fantasma que se batía en retirada, cuando éste, llegado a la proximidad de la sala de los terciopelos, se volvió bruscamente afrontando a su perseguidor. Hubo un grito agudo, y el puñal se deslizó relampagueante sobre la alfombra fúnebre; casi de inmediato el príncipe cayó postrado sobre ésta en un rictus de muerte. Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, una multitud de máscaras se precipitó a la vez en la sala negra, y, asiendo al fantoche que se mantenía, como una gran estatua, rígido e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, se sintieron sofocados por un terror innombrable al descubrir el sudario y la máscara cadavérica —arrebatada con furia inusitada—, desprovistos de formas tangibles.»
La prosa de Poe se torna macabra. La historia del príncipe Próspero advierte al lector sobre la inminencia de la muerte, y sobre el esfuerzo inútil de quienes pretenden sobrevivir a costa del resto del mundo:
«Todos reconocieron entonces la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y los desenfrenados cayeron uno a uno en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj de ébano acabó con la del último de aquellos divertidos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y las Tinieblas, y la Decadencia, y la Muerte Roja ostentaron dominio ilimitado sobre todos.»
Su último párrafo es apocalíptico para sus personajes y admonitorio para sus lectores. La mayoría de los vasallos de Próspero sobreviven y una nueva generación de hombres y mujeres pueblan la comarca. 
Siglos más tarde, en un país remoto, un poeta escribe la historia de un hombre saludable que desafía la generosidad de la fortuna. Su poder absoluto lo persuade de su habilidad para controlar su vida y su muerte; reacio a aliviar la enfermedad y la miseria de sus súbditos, este hombre se retira a su morada más segura: su palacio, para sumirse en una tranquilidad rayana en su muerte.


[1] Ni los filósofos están exentos del delirio profético. En 1790 Edmund Burke publicó Reflections on The Revolution in France, tratado que anticipa cronológicamente el legado de la revolución francesa, incluyendo el ascenso despótico de Napoleón Bonaparte.

[2] Doss Passos, John. Manhattan Transfer (Londres: Penguin, 1986), p.16.

Sunday, September 22, 2013

Procesos de Simbolización


Si bien es cierto que vivimos en un universo de símbolos, no lo es menos que cada símbolo se supedita a su construcción, su jerarquización y su destrucción de acuerdo a las variaciones de los deseos sociales y/o individuales.
An enchanter of serpents, still a symbol of India
La modelo, el inconforme, el bohemio, el santo y la guerrillera no son en realidad opciones de vida, sino símbolos que adquieren o pierden su brillo de acuerdo a la intensidad de su representación en los medios de comunicación. Dichos símbolos se imponen primordialmente como una síntesis absoluta; el significado, en efecto, acaba calcificándose, excluyendo las interpretaciones derivadas de su análisis. El símbolo de Juan Pablo II como líder del catolicismo, verbigracia, se impone sobre cualquier otra definición, por pertinente que sea. Es sólo a través del trabajo, no sólo de los exegetas y semiólogos, sino principalmente de los periodistas, que el significado de Juan Pablo II puede alterarse. Los símbolos de Hitler y Stalin han sufrido una transformación a raíz del discurso imperante, pasando de políticos a demagogos, de guerreros a déspotas y más recientemente a criminales. 

A stand in Montreal, Canada
La evanescencia del significado no es, en efecto, sino una ilusión académica, por cuanto todo proceso de comunicación social requiere de significados absolutos, sean estos capitalismo, iglesia, revolución, desempleo, o Madonna, Spielberg, Hollywood, Shakira. La síntesis absoluta aparece como una tendencia innata de la mente, tal y como Kant lo describiera en su primera crítica: “Cada fenómeno [empírico] incluye una realidad diversa inmersa en percepciones singulares y dispersas que vienen al encuentro de la mente. Como resultado de su combinación, dichas percepciones en sí mismas se tornan una necesidad, por cuanto ellas carecen de ésta en su propio sentido. Hay en nosotros, por lo tanto, una facultad activa que sintetiza la realidad variada. La llamamos la facultad de la Imaginación, en tanto que a la acción inmediata que ejerce sobre las percepciones varias le damos el nombre de Aprehensión”. La labor del crítico de la razón consiste precisamente en no dejarse engañar por las síntesis absolutas de su Imaginación; símbolos como Dios y mundo han de ser revaluados y comprendidos no como conceptos, sino como imperativos de la razón. Dicha labor atañe, empero, casi exclusivamente al académico, quien si acaso cuestionará y reformulará su universo simbólico; ya Juan Vives confesaba en el siglo XVI que cultivaba la filosofía para no dejarse engañar. Sin embargo, tal y como Kant lo entrevé, el símbolo como pensamiento calcificado se manifiesta anterior a todo cuestionamiento. Más aún, la producción de símbolos sociales es necesaria, incesante e ineludible, incluso para el librepensador que elija el escepticismo, la misantropía o el aislamiento; Sócrates hubo de tomar la cicuta por cuestionar la justicia, le educación y la poesía, símbolos profundamente arraigados en la vida política de Atenas; Jesús de Nazareth y Juana de Arco corrieron el mismo destino al cuestionar las jerarquías y los rituales ; más recientemente, cierta amiga de Wittgenstein estalló en llanto el día en que, luego de comentar que alguien tenía suerte, el filósofo vienés le pidió con tono irritado que le explicase lo que ella entendía por “suerte”. 
El propósito de este escrito no es, por lo tanto, el de cuestionar una serie determinada de símbolos, sino el de comprender sus procesos: su necesidad, su génesis, su aceptación, su divulgación, su vigencia, su revigorización y declive.

Necesidad de los símbolos
En tanto los índices y los íconos son necesarios, todo símbolo es ficticio; los íconos e índices de la naturaleza tales como el sonido de la lluvia y la imagen del arco iris se imponen como necesarios. El lenguaje, por el contrario, se manifiesta como una construcción artificial; los pronombres personales son los símbolos más empleados del habla, precediendo a los verbos ser, estar y haber, y a la conjunción y. Dichos símbolos son en realidad innecesarios, como lo comprueban los esfuerzos de ciertos académicos estadounidenses por construir una lengua equitativa que ora elimine al género femenino de la lengua, ora lo incluya junto al masculino simultáneamente −a la luz del comentario de Derrida sobre la preponderancia del primer elemento en toda conjunción o comparación-; su significante puede ser alterado –cada idioma denomina al pronombre de la primera persona del singular de un modo diferente-, al igual que su significante –el sol, quien fue un dios para los primitivos, es ahora, predominantemente, un astro-.
El símbolo podría ser incluso eliminado desde un punto de vista práctico, utilitario y materialista; bastaría imaginarse una sociedad de hombres tan eficiente y mecanicista como la de las hormigas o las abejas.  
Un crepúsculo carecería de misterio sin su dimensión simbólica
Los heraldos de la utilidad denunciados por Adorno tienen parcialmente la  razón cuando denuncian la inutilidad del arte; todas las invenciones simbólicas de los artistas, desde Edipo hasta Godot son innecesarias para la supervivencia corporal. El poeta nórdico que denomina a la nave arado de los mares no es menos artificial que el político que simboliza a tres países como Eje del mal.  Nada más absurdo, no obstante, que menospreciar los símbolos en razón de su artificialidad; son ellos precisamente los que permiten al individuo su comprensión y participación dentro de una comunidad determinada. En tanto que la mayor parte de los animales están obligados a reconocer los íconos e índices propios al sol, al viento, al día y a la noche, sólo el hombre es capaz de conmoverse ante símbolos enunciados por el idioma como los términos amor, maldad, virtud y enfermedad.
La mayor contradicción de los materialistas radica, de hecho, en el uso de símbolos para cuestionar lo simbólico; su comportamiento es afín al de un hombre que grita que el lenguaje es innecesario para su supervivencia.
Reaccionando al discurso práctico-utilitarista imperante, Baudrillard hubo de contraponer en El Espejo de la Producción el valor simbólico -propio al arte-, al valor de uso y al valor de cambio promulgados por Marx. En su pequeña obra de teatro El Cuadro, Ionesco escenifica humorísticamente la imposibilidad de diálogo entre un artista y un hombre netamente práctico; un pintor trata de vender a un burgués un cuadro por diez mil francos; el burgués discute el valor del arte y el pintor se ve obligado a rebajar el precio de su obra paulatinamente, hasta llegar a cinco francos. El burgués se niega. Dado que el pintor no tiene dinero para llevarse el cuadro de vuelta a casa, le pide al burgués que le guarde su obra, a lo cual el burgués replica que le cobrará un monto diaria al pintor por el alquiler de la pared de su sala. Baudrillard no se percató, empero, del valor simbólico de la misma filosofía que enunciaba. La obra de Marx, que fue interpretada tras la caída de la Unión Soviética como un compendió de símbolos que alteraron las relaciones sociales por casi cien años: burguesía, plusvalía, valor de cambio, etc., es ahora revaluada como un estudio que revela las causas y futuro de la crisis económica que ahora padecemos.

Génesis y divulgación de los símbolos
Es el hombre quien crea los símbolos a partir de signos anteriormente establecidos. Los individuos que crearon el lenguaje fueron esencialmente hacedores de símbolos; quienquiera que haya llamado al punto luminoso del firmamento estrella, y al líquido de los ríos agua, no estuvo menos inspirado que el antepasado latino que fraguó los símbolos astrum y aqua. La creación de símbolos da cuenta de la importancia que tuvieron los poetas en las sociedades primitivas; ellos no sólo denominaban, sino que además establecían el significado de los símbolos. La guerra, tan necesaria a las sociedades antiguas, fue un símbolo que pertinentemente refería en su cadena significante a la virilidad, el valor y la excelencia, lo que da cuenta de las razones por las cuales Esquilo prefirió un epitafio que celebrase su participación en la batalla de Maratón a sus victorias en los festivales de Dionisos.  Los cuestionamientos que Platón formuló contra el teatro de Eurípides se debieron, a su vez, a los esfuerzos que éste hiciese por revaluar la guerra como símbolo que refiriera ya no a la virilidad sino a la esclavitud y al sufrimiento.
La filosofía se instaura así, al igual que la poesía, como una labor de revisión simbólica. A menudo el filósofo entabla una competición con el poeta por la creación de símbolos, a menudo reemplazándolo.  Símbolos como teología, consubstanciación y física fueron instaurados en liceos y academias. Su labor fue paralela a la de los hacedores de símbolos anónimos, lo que explica el porqué Aristóteles reevalúa e integra constantemente el saber popular en sus escritos.
La era de los poetas y filósofos como hacedores primordiales de símbolos llegó a su crisis con el advenimiento de la imprenta; los símbolos comienzan a ser formulados y reformulados, ya no por un grupo cultivado o  inspirado, sino por quienes tienen acceso a las nuevas tecnologías, esto es, por los mismos impresores, quienes paulatinamente se fueron convirtiendo en editores y periodistas.
La era de la imprenta alteró, o para ser más preciso, polarizó, símbolos firmemente arraigados como iglesia, nobleza y servidumbre. La caída de la monarquía francesa no puede concebirse sin los panfletos de Marat, asaz más influyentes que las ideas germinales de Rousseau y Montesquieu. Los Estados Unidos, a su vez, lograron su símbolo como nación en virtud de la síntesis absoluta de la palabra libertad. La guerra de secesión ocurrió principalmente como una batalla por la supremacía del universo simbólico de la libre empresa, el libre comercio y la libre expresión, contra los símbolos caducos del centralismo, la aduana y la moral bíblica. El periodismo escrito daría a su vez paso al periodismo radial, sin el cual no es posible a su vez concebir el auge del nazismo en la Alemania de la posguerra, y al periodismo televisivo, el cual sacraliza y prolonga el actual orden global.

Revigorización y destrucción de los símbolos
Pero son los medios, más que los periodistas, quienes generan, divulgan, revigorizan y destruyen los símbolos. La preponderancia de Shakespeare como símbolo literario sobre Eurípides, Dante y Cervantes, no responde a los méritos o desméritos de su obra, sino a la frecuencia con la cual su obra es celebrada en los medios de comunicación predominantes.
La importancia de cada símbolo se conmensura, en efecto, no por su grado de certeza, sino por su permanencia. Es su celebridad, más que su aproximación a la verdad,  la que determina la permanencia de cada símbolo. Paradójicamente, la síntesis absoluta propia a cada símbolo ha de variar constantemente, so riesgo de anquilosarse hasta caer en el olvido, esto es, de destruirse.
Bernard Shaw fue, sin duda, el artista más influyente de fin de siècle del mundo anglosajón; la historia de su declive puede ser conmensurada por el escaso interés que sus obras habrían de suscitar en círculos académicos. Su exceso, en el proceso de simbolización, fue el de escribir prólogos a sus obras, cohibiendo así a profesores universitarios de concebir nuevos significados a sus obras. Un destino contrario corrió la obra de James Joyce, quien al ser interrogado sobre el propósito de Finnegans Week, dijo que era una obra escrita para que los profesores de literatura escribiesen tratados incesantes, fin que ya había alcanzado en cierto modo tras la publicación de Ulysses. Joyce era lo suficiéntemente agudo como para percibir la preponderancia de fuerzas escolásticas en el mundo literario, pero fue su escritura oracular la que realmente lo condujo a elaborar sus símbolos literarios.
La moda, hermana de la muerte e hija de la caducidad, como escribió Leopardi, estructura el tejido social, consolidando símbolos casi ineludibles: desde los ídolos de pop hasta los asesinos suicidas de las Torres Gemelas, desde la parentela de la reina de Inglaterra hasta los antihéroes de las películas de Marvel Comics. En Le Fantôme de la Liberté, Buñuel se deleitó denunciando las paradojas de los procesos de simbolización; sus personajes, en efecto, ya no actúan motivados por su propia voluntad, sino por un afán de hacerse partícipes del universo simbólico en el cual han sido inmersos contra su voluntad. Los comensales que defecan en grupo mientras departen una conversación, son el reverso simbólico de la etiqueta de una cena, y como tal se afianzan en la mente del espectador.
Adorno, por otra parte, ya había vislumbrado la dimensión fetichista de la obra de arte, la cual acaba sobreponiéndose a su áurea o dimensión espiritual. Dicho fetichismo, no obstante, se hace necesario, por cuanto evidencia un proceso de simbolización que redunda en la revaloración de la obra artística.
El artista, por lo tanto, no puede supeditar su arte exclusivamente a las categorías inmanentes de su obra, tales como talento y creatividad; se hace necesario un conocimiento y una participación en los procesos de simbolización propios a cada
generación, aquellos que los surrealistas identificaron antaño con el escándalo y los miembros de la escuela de Frankfurt con la risa, propia a la industria cultural.