1. El suicidio de Candelario Obeso
Tomás Fines, mancebo de piel aceitunada y cabellos negros, de nariz aguileña y ojos penetrantes, ascendió la calle 10 desde el costado de la Catedral, junto a la Plaza de Bolívar. Una tenue lluvia caía intermitente sobre las aceras empedradas, apenas iluminadas por los amarillos resplandores que arrojaban las lámparas de gas empotradas cada dos esquinas. El campanario de la catedral, sepultado sobre un lecho de nubes azuladas, anunció la medianoche y Tomás apuró su andar. Llegaría tarde. El poeta Candelario Obeso lo había citado para entregarle el manuscrito de su novela sobre sus amoríos con la hija del General Melo. Lo había escrito, le dijo, para justificarse ante el Presidente Aquileo Parra, luego que los guardias presidenciales lo capturasen el mes pasado deslizándose sobre el tejado de su casa.
—¿Un poeta que también es un ladrón? —le había preguntado el Presidente Parra—. ¿Intentaba asaltar mi casa o la del General Melo?
Por siete meses había arriesgado su reputación por amor, diciéndose que al día siguiente abandonaría sus andanzas. Sus palabras le habían dado todo en la vida, desde su educación hasta sus idilios, así que recurrió a ellas.
—No puedo contestarle delante de sus guardias —Candelario se excusó—; enciérreme esta noche en una cárcel con una resma de papel, pluma y tinta, y mañana le entregaré una novela de lo ocurrido.
Parra aceptó por respeto a las décimas de Candelario que tanto cautivaban a la sociedad santafereña. Su poema Canción del Boga Ausente había sido celebrado por Rufino José Cuervo y Miguel A. Caro, los filólogos y gramáticos más prestigiosos de Colombia ante el mundo hispánico:
Qué trijte que ejtá la noche,
la noche qué trijte ejtá:
no hay en er cielo una ejtreya...
Remá! remá !
Tomás había celebrado la poesía de Candelario en un artículo que había sido publicado en el periódico El Duende, lo que le había granjeado la amistad de Candelario y los poetas de la generación de 1870 .
Desde el frío de un calabozo de la cárcel episcopal, envuelto en la neblina que se filtraba por una ventanilla enrejada, a la luz de un candil, candelario transcribió en letra cursiva hermosamente concatenada: “Mi deseo de superar lo que una vez fui, me llevó a obsesionarme con una dama que heredó la belleza de Helena de Troya, despreciando las formas que Salomón ya había admirado en la Reina de Saba. Negué casarme con Agustina Tadó, la dama de mayor alcurnia de Mompox, y cautivé la imaginación de Geraldina, la hija del General Melo, saltando los tejados de Santafé de Bogotá en la noches, para dejar caer mis poemarios sobre sus pómulos de nácar, como flecos de nieve que el viento filtra caprichosamente desde el cenit para engalanar los sueños que dan alas de ángel a mis pies. Mi contextura fibrosa, cultivada por el ejercicio durante mi mocedad, me legó un cuerpo ágil y liviano, lo que sumado a mi contextura de ónix me permitió saltar semidesnudo en las noches sobre los tejados sin ser percibido por los santafereños. El hecho de que nadie más se atreviera a hacerlo me dio más osadía, y al cabo de tres meses de rechazos obtuve la primera correspondencia…”
Al día siguiente el poeta de Cantos de mi Tierra le entregó una novela de sesenta y cinco páginas, en donde, a puño y letra, relataba su idilio con la doncella Geraldina Melo, a quien frecuentaba en las noches, salvando los tejados de las mansiones de los senadores, generales, obispos y presidentes más conspicuos de los Estados Federales de Colombia.
—Queda usted libre —dijo el Presidente Parra tras terminar su lectura, caminando hacia su chimenea—. Pero le prohíbo que vea de nuevo a la señorita Melo.
El Presidente había entonces arrojado aquella novela al fuego. Candelario la había, desde entonces, reescrito, embelleciéndola con transcripciones de los delicados poemas con que había conquistado a quien llamaba La musa de los cerros. El anunciado compromiso de Geraldine Melo con Francisco Arango, propietario de la Funeraria Arango, y la perseverancia con que la ninfa lo evitaba, había sumido a Candelario en una honda depresión. Sólo Tomás y el poeta Julio Flórez sabían de la existencia de aquella novela.
—La guardo en este cajón —dijo Candelario cierta madrugada, embriagado de chicha—. Si algo me pasa ustedes dos la darán a conocer.
Días después, Flórez le dijo a Tomás que aquella novela destruiría no solo la reputación de Geraldine, sino también el honor del General Melo, el decoro de la Federación y el modus vivendi de su autor.
“Lo espero hoy a la medianoche en mi casa”, había escrito Candelario con pulso nervioso. “Sospecho que alguien más lo sabe”.
Estaba en deuda con Candelario, mediador de sus pretensiones amorosas ante el Senador Gerardo Vergel, hermano de María del Carmen Vergel, su prometida. Fue el mismo Candelario quien se la presentó cierta tarde, luego de impartir un discurso en apoyo del Presidente Aquileo Parra en la casa Liberal de Santafé, hacia principios del año anterior. La atracción mutua fue inmediata; cada vez que un enamorado observaba al otro, entre la concurrida audiencia, éste se descubría ya observado. Se sentaron en la última fila, al borde del jardín. María del Carmen se levantó entonces, en medio de una arenga del Presidente quincuagenario, para caminar, escoltada por una docena de tornasoladas libélulas, por el camino de piedra que conducía al quiosco central, en donde una cocinera y un siervo aderezaban un banquete. Tomás admiró sus rizos dorados entre cintas argentinas, sus delicados pasos, la cascada de gasa y golas de seda cayendo grácil desde sus caderas, y un pañuelo de cachemir rosado que ondulaba en el aire como un pétalo de rosa al capricho de los vientos. Se levantó, tomó el pañuelo y lo besó a la luz del atardecer. Avanzó unos pasos, justo cuando María del Carmen enviaba la servidumbre a disponer la cena.
—¡María del Carmen! —exclamó ofreciéndole el pañuelo.
—Es de usted —respondió María del Carmen con lágrimas en las mejillas, cerrando sus puños con sus manos—. Así no me olvidará.
—¡Qué misteriosa eres! —susurró Tomás apenas percatándose de que ya la tuteaba—. ¿Cuántos secretos tienes?
—Para unas tres vidas —la voz de María del Carmen se quebró—. Soy una dama de provincia. Mañana debo partir y…
—Quiero que seas mi esposa —dijo Tomás besando la palma de su mano a espaldas de los sirvientes que ya se aproximaban.
—¿Serás capaz de preguntarme lo mismo en un año? —preguntó María del Carmen con voz trémula, antes de regresar al auditorio.
Desde entonces habían iniciado un epistolario semanal a través de Candelario, quien frecuentaba la casa del Senador Vergel en su calidad de personero de Mompox. Con una estatura de ciento ochenta centímetros, Vergel era el senador más robusto del congreso; su fuerza descomunal era motivo de leyendas en sus corredores; se decía que había derribado a un toro a los trece años, y que era capaz de levantar cincuenta kilos con una sola mano.
Fue así que María del Carmen se enteró, por boca de su hermano, que Tomás se había destacado como capitán de las huestes que derrotaron a las tropas conservadoras en la Batalla de los Chancos. Tomás, por su parte, supo por boca de Candelario, que María del Carmen era la rica heredera de la Hacienda de los Vergel en Lebrija, Tres Esquinas.
Justo una semana antes de su muerte, Candelario había solicitado formalmente, en representación de Tomás, la mano de María del Carmen al senador Vergel.
—Quisiera complacerlo —había dicho el Senador Vergel—. Pero hay un hacendado, dueño de varios terrenos en Usaquén, que también ha solicitado a María del Carmen como esposa.
— María del Carmen nunca le habló a Tomás de otro pretendiente —Candelario titubeó.
—Infiero que mi hermana está enamorada —el senador lo observó de pies a cabeza, con ojos que no ocultaban su sorpresa, ora por la osadía del poeta, ora por su ingenuidad.
—De Tomás Fines—asintió Candelario—, María del Carmen será feliz. Ella lo ama, y él a ella.
—¿Infiero entonces que el tal hacendado no existe, mi querido amigo? —intervino Candelario.
El senador calló por unos instantes, presa de una creciente indignación. ¿Quién era ese mulato sin dinero y sin abolengo para cuestionar su palabra? Incluso si fuera mentira, ésta exigía respeto y obediencia de cualquier hombre educado en los modales de la diplomática o hipócrita sociedad bogotana. Reconsideró que ni Tomás ni Candelario eran oriundos de la capital, por lo que optó por expresar lo concreto.
—Candelario… —lo espetó irritado—. El joven Tomás es un abogado sin influencias.
El poeta de Mompox se abstuvo de responderle, de pie, ante él, sosteniendo su sombrero de fieltro en la mano.
Una brisa helada levantó los velos de seda de las cortinas y se filtró por la amplia ventana de su mansión del barrio La Candelaria, desde donde Candelario divisó el campanario de la Catedral Mayor de Santafé, torre inmensa y solitaria ante el cielo azul que cubría la vasta sabana cundiboyacense.
—Si Tomás no ha hecho uso aún de sus influencias —terció Candelario—, es porque no lo ha considerado necesario. Tomás es hijo del comerciante griego Aristóteles Fines.
Los ojos de Gerardo brillaron de súbita codicia.
—¿El dueño de la distribuidora Fines?
—Sus ventas de quesos y vinos griegos generan cerca de veinte empleos —repuso Candelario—. Don Aristóteles tiene poderosos amigos en las magistraturas, incluso en la Presidencia.
El senador lo observó con creciente interés.
—No solo vinos griegos, sino también franceses, italianos, portugueses, españoles…
—¿Podría escuchar al muchacho? —Candelario insistió—- Él podrá persuadirlo mejor que yo.
Vergel asintió y dedicó la mañana siguiente a averiguar sobre la familia y el capital del pretendiente.
La cita con su futuro cuñado se concertó al siguiente atardecer. Una de sus sirvientas lo recibió y les sirvió la taza de chocolate con queso y almojábana.
—Don Aristóteles es un hombre generoso —dijo Vergel arrellanándose en un sofá de seis puestos—. Ya lo hizo a usted dueño de un lote en Teusaquillo.
—¿Lo conoce?
—Compro con frecuencia sus vinos.
—Me entregó un lote de diez hectáreas —asintió Tomás—; y con su venta adquiriré la casa de la esquina adyacente.
—Ya veo.
—Le aseguro que lo arriesgaré todo por la felicidad de su más valiosa posesión.
El Senador Gerardo Vergel contrajo el ceño favorablemente impresionado.
—No soy un monstruo que se opone a la felicidad de mi hermana —Gerardo lo tranquilizó mordiendo una tajada de queso fresco—. Cuando compre su casa nos invita…
—¡Gracias! Queremos casarnos este fin de año.
—Y entonces —el senador Gerardo Vergel endureció su semblante—, con mucho gusto, haremos público su compromiso.
La venta del lote se había realizado la semana anterior, y la promesa de venta de la casa de Don Saúl Cano ya estaba firmada. Sólo faltaba esperar el desembolso y la transferencia del saldo para concluir el trato.
Una figura oculta por capa y sombrero sevillano lo sacó de su ensimismamiento: venía en dirección contraria y cambió hacia la acera opuesta. Tomás cruzó la calle instintivamente. Poseedor de un agudo sentido del olfato, tenía la costumbre de aspirar el rastro de los transeúntes, en busca de aromas que delataran su estado y condición, ya fuera un perfume, un condimento o un halo de alcohol. Reconoció una penetrante fragancia a colonia inglesa y un acre olor a pólvora. Presintiendo lo peor, tomó la empinada carrera quinta hasta la calle tercera, en donde tocó a la puerta de la casa de Candelario. Esta cedió de inmediato. Entró a tientas hasta alcanzar el escritorio del poeta, en donde encontró una lámpara de gas que encendió estallando una cerilla.
Al voltearse descubrió aterrado el rostro sanguinolento de Candelario, sus pupilas observándole. Un revólver yacía en su mano derecha; en la izquierda sostenía un sobre cerrado. Abrió rápidamente el cajón inferior del escritorio y tomó el nuevo manuscrito de la novela de Candelario. Lo ocultó en el bolsillo secreto de su gabán.
Avanzó con piernas temblorosas sobre el cadáver de su amigo. Se agachó para tomar el sobre y sintió pasos cercanos. Trató de ocultarse tras las cortinas, pero desistió a la fatídicaluz de una lámpara que reveló la presencia de Geraldine Melo, dos enfermeras y el señor Arango. Tomás se excusó, pero fue llamado asesino por Geraldine se desgañitó en un llanto que la postró junto al cadáver. Tomás balbuceó unas palabras incomprensibles.
—¿Es usted el hijo de Aristóteles? —preguntó Arango.
—¡Sí! —articuló Tomás.
—¡Asesinó! —gritó Geraldine.
—Descubrí el cadáver hace ya una hora—dijo Arango con mirada melancólica, tal vez presa del remordimiento—. Discúlpela. Fui yo quien la obligó a venir. Había descubierto varias cartas del poeta en la casa del General. No sabía que alguien podía llegar a estos extremos…
—¿Por amor? —preguntó Tomás retóricamente.
Al día siguiente los periódicos publicaron que el famoso poeta costeño Candelario Obeso se había quitado su vida por un desamor con una dama de la alta sociedad, cuya identidad se abstenían de revelar.
—Le tiró al blanco y le dio al negro —comentó el novelista Santos con un dejo de desprecio en el café Trattoria de la Avenida Jiménez.
—¡Ustedes no saben nada! —exclamó Tomás, incapaz de contenerse.
—¿Y qué es lo que tú sabes acaso? —replicó Santos aspirando su pipa—. ¿Qué Candelario no fue, de hecho, rechazado por la señorita Melo?
Tomás se contuvo de responder ante las miradas amenazantes de los comensales del café italiano.
Presa de una aciaga inducción, se encaminó hacia la mansión de su tía Aidé, en la calle veinte con séptima, en donde su primo Fidel jugaba veintiuna cada tarde.
No percibió, al cruzar la acera, al hombre corpulento, de rasgos aindiados, de casi dos metros de altura, que lo observaba desde la esquina con mirada oblicua.
Llamó a la puerta y Juan, un anciano alto, de piernas zambas, brazos robustos y barriga prominente, abrió las puertas precavido, oteando las esquinas.
—El amo no está —musitó mecánicamente.
—¿No va a jugar hoy?
Juan hinchó su bigote profuso y miró a su interlocutor con sumisa mansedumbre.
—¡Tomás será siempre bienvenido! —vociferó una voz aguda desde el interior—. A ambos nos gusta leer en francés, aunque, hay que decirlo, yo soy más un hombre de armas tomar.
Juan chasqueó sus labios contrariado y abrió la puerta de par en par. Tomás ya había reconocido el tono de voz de su primo Fidel.
—Pero —vociferó presa de Dios! —Fidel lo reprendió en un repentino ataque de furia—, ¿qué espera, Juan? ¡Es mi primo!
Juan lanzó una mirada de impotencia a Tomás, quien, sonriendo con sorna, le entregó su sombrero de fieltro y su abrigo. Atravesó un corredor de mármol, dejando que sus tacones de caoba resonaran, y entró a una sala inmensa en donde siete sillones vacíos rodeaban a Fidel. Sus brazos delgados reposaban sobre una mesa circular forrada en un grueso paño color púrpura.
Un mechón de cabello azabache caía sobre un ojo de Fidel, quien barajaba las cartas con destreza.
—Juan Nimio es mi mayordomo —Fidel lo disculpó—. Desde mi infancia me ha fiel. El sabe que abandoné mi puesto en la Universidad del Colegio del Rosario y son pocos los académicos y poetas que me visitan. De hecho, los evito, pues no dejan de ser unos tristes moralistas, alfiles del status quo.
Tomás sonrió displicente; ya era vox populi que lo habían despedido por embarazar a una maestra. Jamás había congraciado con aquel pariente y amigo de farra, quien había desperdiciado un futuro lucrativo como Director de Publicaciones de la Universidad del Colegio de Nuestra Señora del Rosario, para dedicarse a la aventura y la farra como tahúr. Melenudo y delgado, de cara redonda y ojos porcinos, Fidel tenía un timbre de voz áspera que suavizaba con risas repentinas motivadas por los comentarios más triviales, pero tan convincentes que sus ojos se humedecían hasta derramar lágrimas de hilaridad.
—¿Dónde estuvo anoche? —preguntó Tomás con creciente impaciencia.
—Siéntese y juguemos una partida —repuso Fidel con esa risa estertórea que tanto enervaba a Tomás—. Si gana, se lo diré; si pierde, me acompañará a un largo viaje.
—¿A dónde?
—Lo sabrá si pierde.
—Es un trato —Tomás aceptó.
—Parta —demandó Fidel luego de barajar el naipe.
Tomás dividió la baraja en tres partes que junto al azar.
Un siete de copas y un as de bastos lo llevaron a plantar. Fidel enseñó entonces un as de espadas y una sota de copas.
—Me alegra que no haya apostado su fortuna —lo espetó Fidel.
Tomás contrajo sus labios y consideró acusar a su primo de fraude. Se rumoraba que Fidel solía guardar un as en su manga. Paúl Benavidez, un soldado ebrio, había también afirmado que en la pasada guerra civil contra Mosquera, en el fragor de una batalla, Fidel había asesinado a tres de sus deudores a bocajarro. Su testimonio jamás fue corroborado. Tres días después, una misteriosa carroza atropellaba a Paúl Benavidez sobre la carrera séptima.
—Ahora puedo indicarle nuestra ciudad destino —dijo Fidel adivinando sus pensamientos—: Bucaramanga.
Tomás sabía que el gigante tahúr Trimegisto Corrales, a quien Fidel había herido en una reyerta a cuchillo frente al Palacio de San Carlos, vivía en Girardot, por lo que presumió que el viaje no sería por el río Magdalena hasta Barrancabermeja, sino atravesando las escarpadas montañas de la Cordillera Oriental Andina, con el abismal Cañón del Chicamocha como colofón.
—¡Tengo compromisos en Santafé de Bogotá! —exclamo Tomás con rabia e indignación—. ¡Deme una revancha!
Fidel barajó el naipe con interés.
—Sé que usted es un ágil soldado —dijo—. Le ofrezco, por añadidura, una pesa de esmeraldas de Muzu.
—No seré cómplice de sus crímenes —musitó Tomás levantándose de su asiento—. Todos sabemos que usted es un asesino.
—Esta vez no eliminaré cristianos —Fidel río—, sino indígenas. Le ayudará a cimentar su hogar con Doña María del Carmen Vergel.
Tomás no pudo evitar que un gesto de sorpresa que ya se dibujaba en su rostro. El recuerdo de su amada le heló la sangre. Hasta entonces creía que su compromiso era un secreto.
—¿Quién se lo dijo? —preguntó.
—El mismísimo Senador Vergel —respondió Fidel.
—¡Imposible!
Fidel sonrió complacido.
—Cierto domingo nuestro congresista recogió una carta —dijo—, en la sacristía de la Catedral, justo después de que el correo apostólico llegara. Fue entonces que se encontró con tu prima Ifigenia, mi hermana menor, a quien —toda Santafé de Bogotá lo sabe—, el Senador corteja desde los quince años en la misa de las diez. Durante la celebración de la eucaristía, el Senador no ocultó cierta aprehensión. A la salida de la catedral se excusó y se retiró de la compañía de Ifigenia varios minutos para conversar con el Concejal Ojeda, quien manifestó cierta contrariedad por lo que evidentemente era una mala noticia para él. Al volver, Ifigenia interrogó al Senador, y éste no tuvo otra opción que confesarle que María del Carmen ya no sería la prometida del Concejal, sino la suya, primo Tomás, en virtud de una promesa que el senador ya le había hecho a usted y a Don Aristóteles.
Tomás sonrió displicente, sacudiendo su cabeza.
—Ahora usted comprende las razones de mi negativa —insistió Tomás—. Tengo con que apostar una baza final.
—Mon ami! —Fidel lo espetó—. ¿Piensa arriesgar la dote de su amada?
Tomás extrajo el manuscrito y lo depositó sobre la mesa. Las pupilas de Fidel se tornaron oscuras. Tomás se acercó a su primo y reconoció sin sorpresa la penetrante fragancia a colonia inglesa.
—¿Qué es esto? —carraspeó Fidel.
—Un testimonio por el que su protector podría ser despedido del gobierno.
—¿El General Melo? —titubeó Fidel aludiendo al amante de su madre, quien, para congraciarse con Fidel, mantenía archivados rodos sus procesos judiciales. Su despido significaría una larga condena en la Gorgona.
Fidel sonrió complaciente. Entregó el naipe a Tomás, quien lo barajó y entregó de vuelta a su anfitrión.
Jugaron hasta exponer sus cartas. Esta vez Fidel triunfó con el as de espadas y el as de copas.
—Las probabilidades de sobrevivir el viaje son de tres a una —asintió Tomás hondamente contrariado—. Trimegisto Corrales ha puesto un precio a su cabeza.
Fidel suspiró conciliatorio sin atreverse a contradecirlo.
—¡Pedro! —exclamó—. ¿Para que tengo dos sirvientes si nunca están pendientes de lo que uno hace?
Un hombre fornido, de bigote prusiano y patillas pobladas bajo un cráneo despoblado, de unos setenta años, salió de la cocina secándose sus manos en una servilleta y se inclinó ante la mesa de juego. Vestía una camisa blanca de algodón y un pantalón de cuero.
—Sería monstruoso destruir esa novela —balbuceó Tomás—. ¿No podemos enterrarla? ¡Una novela es.
—¡Es su legado a la cultura nacional! —carcajeó Fidel.
—Hablo en serio.
—Cualquier monstruosidad es preferible un matrimonio anulado porque la novia entrega su virginidad a un africano —repuso Fidel torciendo el manuscrito en sus manos.
—Candelario es el mejor dramaturgo que tenemos.
—Esperemos que el Senador Vergel no cambie de opinión —Fidel lo interrumpió presa de una cólera creciente.
Y tomando el manuscrito lo lanzó a las llamas del fuego que ardía en un las ascuas de su chimenea.
Tomás observó aquellas páginas evaporarse a medida que su rostro adquiría un tono pálido. Así terminaba, en este mundo, una vida consagrada a las letras. Pero, en el otro mundo, Candelario descubriría —Tomás así lo creía firmísimamente —, que todo lo vivido era preservado en la eternidad, desde un cortejo que a los 17 años realizó por meses a una chica que nunca fue suya, hasta sus subrepticias noches en los barrios más abyectos de Santafé. Veía a Candelario dueño de una gran mansión con vista a un lago de aguas translúcidas bajo el cielo azul pálido de Cajicá. Durante el día escribía y en las noches asistía a un teatro al que acudían millones de ánimas a ver las obras de teatro de todas las eras y naciones. Sus obras, como todas las de aquellos que creyeron en su arte, eran también representadas en las fiestas dionisiacas del siglo 5 AC, pues además de la migración espacial de la que disponemos en este mundo, en el siguiente universo cada ser dispone de la migración temporal, que permite, a voluntad, moverse de un siglo a otro.
Abandonó sus especulaciones metafísicas, y concluyó que si había alguien que podría dominar la voluntad del Senador Vergel era Ifigenia.
—¿Por qué? —protestó Tomás.
—Usted ya me lo dijo —rechistó Fidel entregándoselo a Pedro—. El General Melo es mi protector.
El manuscrito no se había consumado totalmente debido a su una roca que lo protegía de las llamas. A un gesto de Fidel, Pedro se encaminó hacia la chimenea, a un costado del recinto.
—Pero ya sospecho de que se trata —añadió Fidel.
Pedro tomó las ascuas de un estante adosado contra la pared, y removió las hojas del manuscrito que sobrevivían al fuego. Todas fueron consumidas por las llamas. ”Sentimientos quemados”, pensó Tomás con un agudo dolor en el pecho.
—Deme un día para arreglar mis compromisos —Tomás asintió a Fidel tras una larga pausa.
—Tiene tiempo hasta la medianoche —Fidel lo espetó removiendo con un atizador las hojas cenicientas del manuscrito en las llamas de su chimenea—. Partimos a la madrugada
Tomás volvió a su casa paterna en San Victorino y aceitó sus revólveres. Retaría a Fidel a un duelo luego de acusarlo de esconder ases en sus mangas. Redactó su testamento y escribió una carta a María del Carmen, explicando los motivos de su decisión.