Saturday, June 19, 2021

Andes Gótica, el vampiro de Körper, Capítulo 1.



1. El suicidio de Candelario Obeso


Tomás Fines, mancebo de piel aceitunada y cabellos negros, de nariz aguileña y ojos penetrantes, ascendió la calle 10 desde el costado de la Catedral, junto a la Plaza de Bolívar. Una tenue lluvia caía intermitente sobre las aceras empedradas, apenas iluminadas por los amarillos resplandores que arrojaban las lámparas de gas empotradas cada dos esquinas. El campanario de la catedral, sepultado sobre un lecho de nubes azuladas, anunció la medianoche y Tomás apuró su andar. Llegaría tarde. El poeta Candelario Obeso lo había citado para entregarle el manuscrito de su novela sobre sus amoríos con la hija del General Melo. Lo había escrito, le dijo, para justificarse ante el Presidente Aquileo Parra, luego que los guardias presidenciales lo capturasen el mes pasado deslizándose sobre el tejado de su casa. 

—¿Un poeta que también es un ladrón? —le había preguntado el Presidente Parra—. ¿Intentaba asaltar mi casa o la del General Melo?

Por siete meses había arriesgado su reputación por amor, diciéndose que al día siguiente abandonaría sus andanzas. Sus palabras le habían dado todo en la vida, desde su educación hasta sus idilios, así que recurrió a ellas. 

—No puedo contestarle delante de sus guardias —Candelario se excusó—; enciérreme esta noche en una cárcel con una resma de papel, pluma y tinta, y mañana le entregaré una novela de lo ocurrido. 

Parra aceptó por respeto a las décimas de Candelario que tanto cautivaban a la sociedad santafereña. Su poema Canción del Boga Ausente había sido celebrado por Rufino José Cuervo y Miguel A. Caro, los filólogos y gramáticos más prestigiosos de Colombia ante el mundo hispánico:


Qué trijte que ejtá la noche, 

la noche qué trijte ejtá: 

no hay en er cielo una ejtreya... 

Remá! remá !


Tomás había celebrado la poesía de Candelario en un artículo que había sido publicado en el periódico El Duende, lo que le había granjeado la amistad de Candelario y los poetas de la generación de 1870 .

Desde el frío de un calabozo de la cárcel episcopal, envuelto en la neblina que se filtraba por una ventanilla enrejada, a la luz de un candil, candelario transcribió en letra cursiva hermosamente concatenada: “Mi deseo de superar lo que una vez fui, me llevó a obsesionarme con una dama que heredó la belleza de Helena de Troya, despreciando las formas que Salomón ya había admirado en la Reina de Saba. Negué casarme con Agustina Tadó, la dama de mayor alcurnia de Mompox, y cautivé la imaginación de Geraldina, la hija del General Melo, saltando los tejados de Santafé de Bogotá en la noches, para dejar caer mis poemarios sobre sus pómulos de nácar, como flecos de nieve que el viento filtra caprichosamente desde el cenit para engalanar los sueños que dan alas de ángel a mis pies. Mi contextura fibrosa, cultivada por el ejercicio durante mi mocedad, me legó un cuerpo ágil y liviano, lo que sumado a mi contextura de ónix me permitió saltar semidesnudo en las noches sobre los tejados sin ser percibido por los santafereños. El hecho de que nadie más se atreviera a hacerlo me dio más osadía, y al cabo de tres meses de rechazos obtuve la primera correspondencia…”

Al día siguiente el poeta de Cantos de mi Tierra le entregó una novela de sesenta y cinco páginas, en donde, a puño y letra, relataba su idilio con la doncella Geraldina Melo, a quien frecuentaba en las noches, salvando los tejados de las mansiones de los senadores, generales, obispos y presidentes más conspicuos de los Estados Federales de Colombia. 

—Queda usted libre —dijo el Presidente Parra tras terminar su lectura, caminando hacia su chimenea—. Pero le prohíbo que vea de nuevo a la señorita Melo. 

El Presidente había entonces arrojado aquella novela al fuego. Candelario la había, desde entonces, reescrito, embelleciéndola con transcripciones de los delicados poemas con que había conquistado a quien llamaba La musa de los cerros. El anunciado compromiso de Geraldine Melo con Francisco Arango, propietario de la Funeraria Arango, y la perseverancia con que la ninfa lo evitaba, había sumido a Candelario en una honda depresión. Sólo Tomás y el poeta Julio Flórez sabían de la existencia de aquella novela.

—La guardo en este cajón —dijo Candelario cierta madrugada, embriagado de chicha—.  Si algo me pasa ustedes dos la darán a conocer. 

Días después, Flórez le dijo a Tomás que aquella novela destruiría no solo la reputación de Geraldine, sino también el honor del General Melo, el decoro de la Federación y el modus vivendi de su autor. 

“Lo espero hoy a la medianoche en mi casa”, había escrito Candelario con pulso nervioso. “Sospecho que alguien más lo sabe”.

Estaba en deuda con Candelario, mediador de sus pretensiones amorosas ante el Senador Gerardo Vergel, hermano de María del Carmen Vergel, su prometida. Fue el mismo Candelario quien se la presentó cierta tarde, luego de impartir un discurso en apoyo del Presidente Aquileo Parra en la casa Liberal de Santafé, hacia principios del año anterior. La atracción mutua fue inmediata; cada vez que un enamorado observaba al otro, entre la concurrida audiencia, éste se descubría ya observado. Se sentaron en la última fila, al borde del jardín. María del Carmen se levantó entonces, en medio de una arenga del Presidente quincuagenario, para caminar, escoltada por una docena de tornasoladas libélulas, por el camino de piedra que conducía al quiosco central, en donde una cocinera y un siervo aderezaban un banquete. Tomás admiró sus rizos dorados entre cintas argentinas, sus delicados pasos, la cascada de gasa y golas de seda cayendo grácil desde sus caderas, y un pañuelo de cachemir rosado que ondulaba en el aire como un pétalo de rosa al capricho de los vientos. Se levantó, tomó el pañuelo y lo besó a la luz del atardecer. Avanzó unos pasos, justo cuando María del Carmen enviaba la servidumbre a disponer la cena.  

—¡María del Carmen! —exclamó  ofreciéndole el pañuelo.

—Es de usted —respondió María del Carmen con lágrimas en las mejillas, cerrando sus puños con sus manos—. Así no me olvidará. 

—¡Qué misteriosa eres! —susurró Tomás apenas percatándose de que ya la tuteaba—. ¿Cuántos secretos tienes?

—Para unas tres vidas —la voz de María del Carmen se quebró—. Soy una dama de provincia. Mañana debo partir y…

—Quiero que seas mi esposa —dijo Tomás besando la palma de su mano a espaldas de los sirvientes que ya se aproximaban.

 —¿Serás capaz de preguntarme lo mismo en un año? —preguntó María del Carmen con voz trémula, antes de regresar al auditorio.

Desde entonces habían iniciado un epistolario semanal a través de Candelario, quien frecuentaba la casa del Senador Vergel en su calidad de personero de Mompox. Con una estatura de ciento ochenta centímetros, Vergel era el senador más robusto del congreso; su fuerza descomunal era motivo de leyendas en sus corredores; se decía que había derribado a un toro a los trece años, y que era capaz de levantar cincuenta kilos con una sola mano. 

Fue así que María del Carmen se enteró, por boca de su hermano, que Tomás se había destacado como capitán de las huestes que derrotaron a las tropas conservadoras en la Batalla de los Chancos. Tomás, por su parte, supo por boca de Candelario, que María del Carmen era la rica heredera de la Hacienda de los Vergel en Lebrija, Tres Esquinas. 

Justo una semana antes de su muerte, Candelario había solicitado formalmente, en representación de Tomás, la mano de María del Carmen al senador Vergel.

—Quisiera complacerlo —había dicho el Senador Vergel—. Pero hay un hacendado, dueño de varios terrenos en Usaquén, que también ha solicitado a María del Carmen como esposa. 

— María del Carmen nunca le habló a Tomás de otro pretendiente —Candelario titubeó.

—Infiero que mi hermana está enamorada —el senador lo observó de pies a cabeza, con ojos que no ocultaban su sorpresa, ora por la osadía del poeta, ora por su ingenuidad.

—De Tomás Fines—asintió Candelario—, María del Carmen será feliz. Ella lo ama, y él a ella.

—¿Infiero entonces que el tal hacendado no existe, mi querido amigo? —intervino Candelario. 

El senador calló por unos instantes, presa de una creciente indignación. ¿Quién era ese mulato sin dinero y sin abolengo para cuestionar su palabra? Incluso si fuera mentira, ésta exigía respeto y obediencia de cualquier hombre educado en los modales de la diplomática o hipócrita sociedad bogotana. Reconsideró que ni Tomás ni Candelario eran oriundos de la capital, por lo que optó por expresar lo concreto. 

—Candelario… —lo espetó irritado—. El joven Tomás es un abogado sin influencias.

El poeta de Mompox se abstuvo de responderle, de pie, ante él, sosteniendo su sombrero de fieltro en la mano. 

Una brisa helada levantó los velos de seda de las cortinas y se filtró por la amplia ventana de su mansión del barrio La Candelaria, desde donde Candelario divisó el campanario de la Catedral Mayor de Santafé, torre inmensa y solitaria ante el cielo azul que cubría la vasta sabana cundiboyacense. 

—Si Tomás no ha hecho uso aún de sus influencias —terció Candelario—,  es porque no lo ha considerado necesario. Tomás es hijo del comerciante griego Aristóteles Fines.

Los ojos de Gerardo brillaron de súbita codicia. 

—¿El dueño de la distribuidora Fines? 

—Sus ventas de quesos y vinos griegos generan cerca de veinte empleos —repuso Candelario—. Don Aristóteles tiene poderosos amigos en las magistraturas, incluso en la Presidencia. 

El senador lo observó con creciente interés. 

—No solo vinos griegos, sino también franceses, italianos, portugueses, españoles…

—¿Podría escuchar al muchacho? —Candelario insistió—- Él podrá persuadirlo mejor que yo.

Vergel asintió y dedicó la mañana siguiente a averiguar sobre la familia y el capital del pretendiente. 

La cita con su futuro cuñado se concertó al siguiente atardecer. Una de sus sirvientas lo recibió y les sirvió la taza de chocolate con queso y almojábana.

—Don Aristóteles es un hombre generoso —dijo Vergel arrellanándose en un sofá de seis puestos—. Ya lo hizo a usted dueño de un lote en Teusaquillo.

—¿Lo conoce?

—Compro con frecuencia sus vinos.  

—Me entregó un lote de diez hectáreas —asintió Tomás—; y con su venta adquiriré  la casa de la esquina adyacente.

—Ya veo.

—Le aseguro que lo arriesgaré todo por la felicidad de su más valiosa posesión. 

El Senador Gerardo Vergel contrajo el ceño favorablemente impresionado.

—No soy un monstruo que se opone a la felicidad de mi hermana —Gerardo lo tranquilizó mordiendo una tajada de queso fresco—. Cuando compre su casa nos invita…

—¡Gracias! Queremos casarnos este fin de año.

—Y entonces —el senador Gerardo Vergel endureció su semblante—, con mucho gusto, haremos público su compromiso.

La venta del lote se había realizado la semana anterior, y la promesa de venta de la casa de Don Saúl Cano ya estaba firmada. Sólo faltaba esperar el desembolso y la transferencia del saldo para concluir el trato. 

Una figura oculta por capa y sombrero sevillano lo sacó de su ensimismamiento: venía en dirección contraria y cambió hacia la acera opuesta. Tomás cruzó la calle instintivamente. Poseedor de un agudo sentido del olfato, tenía la costumbre de aspirar el rastro de los transeúntes, en busca de aromas que delataran su estado y condición, ya fuera un perfume, un condimento o un halo de alcohol. Reconoció una penetrante fragancia a colonia inglesa y  un acre olor a pólvora. Presintiendo lo peor, tomó la empinada carrera quinta hasta la calle tercera, en donde tocó a la puerta de la casa de Candelario. Esta cedió de inmediato. Entró a tientas hasta alcanzar el escritorio del poeta, en donde encontró una lámpara de gas que encendió estallando una cerilla.

Al voltearse descubrió aterrado el rostro sanguinolento de Candelario, sus pupilas observándole. Un revólver yacía en su mano derecha; en la izquierda sostenía un sobre cerrado. Abrió rápidamente el cajón inferior del escritorio y tomó el nuevo manuscrito de la novela de Candelario. Lo ocultó en el bolsillo secreto de su gabán.

Avanzó con piernas temblorosas sobre el cadáver de su amigo. Se agachó para tomar el sobre y sintió pasos cercanos.  Trató de ocultarse tras las cortinas, pero desistió a la fatídicaluz de una lámpara que reveló la presencia de Geraldine Melo, dos enfermeras y el señor Arango. Tomás se excusó, pero  fue llamado asesino por Geraldine se desgañitó en un llanto que la postró junto al cadáver. Tomás balbuceó unas palabras incomprensibles. 

—¿Es usted el hijo de Aristóteles? —preguntó Arango.

—¡Sí! —articuló Tomás.

—¡Asesinó! —gritó Geraldine.

—Descubrí el cadáver hace ya una hora—dijo Arango con mirada melancólica, tal vez presa del remordimiento—. Discúlpela. Fui yo quien la obligó a venir. Había descubierto varias cartas del poeta en la casa del General. No sabía que alguien podía llegar a estos extremos…

—¿Por amor? —preguntó Tomás retóricamente.

Al día siguiente los periódicos publicaron que el famoso poeta costeño Candelario Obeso se había quitado su vida por un desamor con una dama de la alta sociedad, cuya identidad se abstenían de revelar. 

—Le tiró al blanco y le dio al negro —comentó el novelista Santos con un dejo de desprecio en el café Trattoria de la Avenida Jiménez.  

—¡Ustedes no saben nada! —exclamó Tomás, incapaz de contenerse.

—¿Y qué es lo que tú sabes acaso? —replicó Santos aspirando su pipa—.  ¿Qué Candelario no fue, de hecho, rechazado por la señorita Melo?

Tomás se contuvo de responder ante las miradas amenazantes de los comensales del café italiano. 

Presa de una aciaga inducción, se encaminó hacia la mansión de su tía Aidé, en la calle veinte con séptima, en donde su primo Fidel jugaba veintiuna cada tarde. 

No percibió, al cruzar la acera, al hombre corpulento, de rasgos aindiados, de casi dos metros de altura, que lo observaba desde la esquina con mirada oblicua. 

Llamó a la puerta y Juan, un anciano alto, de piernas zambas, brazos robustos y barriga prominente, abrió las puertas precavido, oteando las esquinas.

—El amo no está —musitó mecánicamente.

—¿No va a jugar hoy?

Juan hinchó su bigote profuso  y miró a su interlocutor con sumisa mansedumbre. 

—¡Tomás será siempre bienvenido! —vociferó una voz aguda desde el interior—. A ambos nos gusta leer en francés, aunque, hay que decirlo, yo soy más un hombre de armas tomar. 

Juan chasqueó sus labios contrariado y abrió la puerta de par en par. Tomás ya había reconocido el tono de voz de su primo Fidel. 

—Pero —vociferó presa de Dios! —Fidel lo reprendió en un repentino ataque de furia—, ¿qué espera, Juan? ¡Es mi primo! 

Juan lanzó una mirada de impotencia a Tomás, quien, sonriendo con sorna, le entregó su sombrero de fieltro y su abrigo. Atravesó un corredor de mármol, dejando que sus tacones de caoba resonaran, y entró a una sala inmensa en donde siete sillones vacíos rodeaban a Fidel. Sus brazos delgados reposaban sobre una mesa  circular forrada en un grueso paño color púrpura.  

Un mechón de cabello azabache caía sobre un ojo de Fidel, quien barajaba las cartas con destreza. 

—Juan Nimio es mi mayordomo —Fidel lo disculpó—. Desde mi infancia me ha fiel. El sabe que abandoné mi puesto en la Universidad del Colegio del Rosario y son pocos los académicos y poetas que me visitan.  De hecho, los evito, pues no dejan de ser unos tristes moralistas, alfiles del status quo. 

Tomás sonrió displicente; ya era vox populi que lo habían despedido por embarazar a una maestra. Jamás había congraciado con aquel pariente y amigo de farra, quien había desperdiciado un futuro lucrativo como Director de Publicaciones de la Universidad del Colegio de Nuestra Señora del Rosario, para dedicarse a la aventura y la farra como tahúr. Melenudo y delgado, de cara redonda y ojos porcinos, Fidel tenía un timbre de voz áspera que suavizaba con risas repentinas motivadas por los comentarios más triviales, pero tan convincentes que sus ojos se humedecían hasta derramar lágrimas de hilaridad.

—¿Dónde estuvo anoche? —preguntó Tomás con creciente impaciencia. 

—Siéntese y juguemos una partida —repuso Fidel con esa risa estertórea que tanto enervaba a Tomás—. Si gana, se lo diré; si pierde, me acompañará a un largo viaje.

—¿A dónde?

—Lo sabrá si pierde. 

—Es un trato —Tomás aceptó. 

—Parta —demandó Fidel luego de barajar el naipe.

Tomás dividió la baraja en tres partes que junto al azar.

Un siete de copas y un as de bastos lo llevaron a plantar. Fidel enseñó entonces un as de espadas y una sota de copas. 

—Me alegra que no haya apostado su fortuna —lo espetó Fidel.

Tomás contrajo sus labios y consideró acusar a su primo de fraude. Se rumoraba que Fidel solía guardar un as en su manga. Paúl Benavidez, un soldado ebrio, había también afirmado que en la pasada guerra civil contra Mosquera, en el fragor de una batalla, Fidel había asesinado a tres de sus deudores a bocajarro. Su testimonio jamás fue corroborado. Tres días después, una misteriosa carroza atropellaba a Paúl Benavidez sobre la carrera séptima.

—Ahora puedo indicarle nuestra ciudad destino —dijo Fidel adivinando sus pensamientos—: Bucaramanga. 

Tomás sabía que el gigante tahúr Trimegisto Corrales, a quien Fidel había herido en una reyerta a cuchillo frente al Palacio de San Carlos, vivía en Girardot, por lo que presumió que el viaje no sería por el río Magdalena hasta Barrancabermeja, sino atravesando las escarpadas montañas de la Cordillera Oriental Andina, con el abismal Cañón del Chicamocha como colofón. 

—¡Tengo compromisos en Santafé de Bogotá! —exclamo Tomás con rabia e indignación—. ¡Deme una revancha!

Fidel barajó el naipe con interés.

—Sé que usted es un ágil soldado —dijo—. Le ofrezco, por añadidura, una pesa de esmeraldas de Muzu. 

—No seré cómplice de sus crímenes —musitó Tomás levantándose de su asiento—. Todos sabemos que usted es un asesino. 

—Esta vez no eliminaré cristianos —Fidel río—, sino indígenas. Le ayudará a cimentar su hogar con Doña María del Carmen Vergel.

Tomás no pudo evitar que un gesto de sorpresa que ya se dibujaba en su rostro. El recuerdo de su amada le heló la sangre. Hasta entonces creía que su compromiso era un secreto. 

—¿Quién se lo dijo? —preguntó.

—El mismísimo Senador Vergel —respondió Fidel.

—¡Imposible! 

Fidel sonrió complacido.

—Cierto domingo nuestro congresista recogió una carta —dijo—, en la sacristía de la Catedral, justo después de que el correo apostólico llegara. Fue entonces que se encontró con tu prima Ifigenia, mi hermana menor, a quien —toda Santafé de Bogotá lo sabe—, el Senador corteja desde los quince años en la misa de las diez. Durante la celebración de la eucaristía, el Senador no ocultó cierta aprehensión. A la salida de la catedral se excusó y se retiró de la compañía de Ifigenia varios minutos para conversar con el Concejal Ojeda, quien manifestó cierta contrariedad por lo que evidentemente era una mala noticia para él. Al volver, Ifigenia interrogó al Senador, y éste no tuvo otra opción que confesarle que María del Carmen ya no sería la prometida del Concejal, sino la suya, primo Tomás, en virtud de una promesa que el senador ya le había hecho a usted y a Don Aristóteles.

Tomás sonrió displicente, sacudiendo su cabeza. 

—Ahora usted comprende las razones de mi negativa —insistió Tomás—. Tengo con que apostar una baza final.

—Mon ami! —Fidel lo espetó—. ¿Piensa arriesgar la dote de su amada?

Tomás extrajo el manuscrito y lo depositó sobre la mesa. Las pupilas de Fidel se tornaron oscuras. Tomás se acercó a su primo y reconoció sin sorpresa la penetrante fragancia a colonia inglesa. 

—¿Qué es esto? —carraspeó Fidel.

—Un testimonio por el que su protector podría ser despedido del gobierno.

—¿El General Melo? —titubeó Fidel aludiendo al amante de su madre, quien, para congraciarse con Fidel, mantenía archivados rodos sus procesos judiciales. Su despido significaría una larga condena en la Gorgona. 

Fidel sonrió complaciente. Entregó el naipe a Tomás, quien lo barajó y entregó de vuelta a su anfitrión.

Jugaron hasta exponer sus cartas. Esta vez Fidel triunfó con el as de espadas y el as de copas. 

—Las probabilidades de sobrevivir el viaje son de tres a una —asintió Tomás hondamente contrariado—. Trimegisto Corrales ha puesto un precio a su cabeza. 

Fidel suspiró conciliatorio sin atreverse a contradecirlo. 

—¡Pedro! —exclamó—. ¿Para que tengo dos sirvientes si nunca están pendientes de lo que uno hace?

Un hombre fornido, de bigote prusiano y patillas pobladas bajo un cráneo despoblado, de unos setenta años, salió de la cocina secándose sus manos en una servilleta y se inclinó ante la mesa de juego. Vestía una camisa blanca de algodón y un pantalón de cuero. 

—Sería monstruoso destruir esa novela —balbuceó Tomás—. ¿No podemos enterrarla? ¡Una novela es.

—¡Es su legado a la cultura nacional! —carcajeó Fidel.

—Hablo en serio.

—Cualquier monstruosidad es preferible un matrimonio anulado porque la novia entrega su virginidad a un africano —repuso Fidel torciendo el manuscrito en sus manos.

—Candelario es el mejor dramaturgo que tenemos.

—Esperemos que el Senador Vergel no cambie de opinión —Fidel lo interrumpió presa de una cólera creciente. 

Y tomando el manuscrito lo lanzó a las llamas del fuego que ardía en un las ascuas de su chimenea. 

Tomás observó aquellas páginas evaporarse a medida que su rostro adquiría un tono pálido. Así terminaba, en este mundo, una vida consagrada a las letras. Pero, en el otro mundo, Candelario descubriría —Tomás así lo creía firmísimamente —, que todo lo vivido era preservado en la eternidad, desde un cortejo que a los 17 años realizó por meses a una chica que nunca fue suya, hasta sus subrepticias noches en los barrios más abyectos de Santafé.  Veía a Candelario dueño de una gran mansión con vista a un lago de aguas translúcidas bajo el cielo azul pálido de Cajicá. Durante el día escribía y en las noches asistía a un teatro al que acudían millones de ánimas a ver las obras de teatro de todas las eras y naciones. Sus obras, como todas las de aquellos que creyeron en su arte, eran también representadas en las fiestas dionisiacas del siglo 5 AC, pues además de la migración espacial de la que disponemos en este mundo, en el siguiente universo cada ser dispone de la migración temporal, que permite, a voluntad, moverse de un siglo a otro. 

Abandonó sus especulaciones metafísicas, y concluyó que si había alguien que podría dominar la voluntad del Senador Vergel era Ifigenia. 

—¿Por qué? —protestó Tomás.

—Usted ya me lo dijo —rechistó Fidel entregándoselo a Pedro—. El General Melo es mi protector.

El manuscrito no se había consumado totalmente debido a su una roca que lo protegía de las llamas. A un gesto de Fidel, Pedro se encaminó hacia la chimenea, a un costado del recinto.

—Pero ya sospecho de que se trata —añadió Fidel.  

Pedro tomó las ascuas de un estante adosado contra la pared, y removió las hojas del manuscrito que sobrevivían al fuego. Todas fueron consumidas por las llamas. ”Sentimientos quemados”, pensó Tomás con un agudo dolor en el pecho.

—Deme un día para arreglar mis compromisos —Tomás asintió a Fidel tras una larga pausa. 

—Tiene tiempo hasta la medianoche —Fidel lo espetó removiendo con un atizador las hojas cenicientas del manuscrito en las llamas de su chimenea—. Partimos a la madrugada

Tomás volvió a su casa paterna en San Victorino y aceitó sus revólveres. Retaría a Fidel a un duelo luego de acusarlo de esconder ases en sus mangas. Redactó su testamento y escribió una carta a María del Carmen, explicando los motivos de su decisión. 


Thursday, March 9, 2017

Ensayos sobre la Diabetes, de Alfonso Hamburger



El título del libro reciente de Alfonso Hamburger también podría llamarse “Confesiones sobre la Diabetes”. El género confesional, de hecho, es más cercano que el ensayístico a su prosa fluida, en donde la herencia de la crónica costeña, el realismo mágico y el Bildungsroman se consolidan en un tono personal. A través de sus abigarradas páginas Alfonso nos escribe con esa familiaridad reservada a los amigos de vieja data que encontramos por mera casualidad en medio de un carnaval, una celebración multitudinaria o una fiesta familiar. 

“Ensayos sobre la Diabetes” se inspira en parte en la canción “La Diabetes de Carmelo” de Adolfo Pacheco: “Ay no pica, no rasca, no da dolor/ Provoca los dulces de buen sabor/ Ay te quita las ganas de trabajar.” El ocio, con una economía que recae constantemente en crisis, es un estado literario que, como en tantos escritores de la costa, da pie al agrío comentario social: “Y el gobernador, el alcalde o diputado –la mayoría políticos corruptos- que viajaban en sus carros refrigerados me paraban para darme un chance o seguían de largo para echarme polvo”.
A través de elaboradas crónicas Hamburger presenta con soberbia la impotencia  y resignación que la clase media y trabajadora colombiana sobrelleva con estoicismo. Los amigos y parientes del autor son, en efecto, milagrosos sobrevivientes de los desmanes que día a día perpetran sin remordimiento los sátrapas, paramilitares, guerrilleros y delincuentes que se han tomado la política en Colombia. Su presentación de los desvalidos no es menos desesperanzadora. Su Sincelejo de mototaxistas que se estrellan dejando un halo de destrucción, encarna, en sus palabras, el espíritu suicida de las corralejas engañosamente extintas: “Quienes vivieron la tragedia del 20 de enero de 1980 en Sincelejo recuerdan que ese día el mundo se oscureció como este martes de marzo (…) [Hoy] la ciudad parece contagiada por la cultura de las corralejas. La gente viaja a mil en mototaxis ruidosos que van dejando la estela de humo, de heridos, muertos, huérfanos y viudas”.
Tanto los paramilitares reinsertados como los guerrilleros y los empresarios de la guerra son objetivos de su pluma, como lo es la ideología comunista: “Nuestros jugadores eran de La Bajera, uno de los barrios más pobres y tradicionales del pueblo y donde el comunismo se regaba como verdolaga en playa (…) solo cuando ya el pueblo se nos había salido de las manos y nuestros corregimientos se desarraigaron y sus hijos inocentes y buenos fueron llenando los espacios vacíos que iban dejando ‘los riquitos de la plaza’, hasta que un día no hubo más que pobreza absoluta y abandono. Todos perdimos algo en la guerra. Todos nos empobrecimos. Todos nos desplazamos. No quedamos ni riquitos de la plaza ni pobrecitos de las orillas.” El paramilitarismo no es menos condenado, y con éste las políticas de perdón del Estado: “Los reinsertados de las autodefensas caían como moscas en la calle cuando iban a cobrar su mesada, como en El Banco, Magdalena, donde dos muchachos fueron acribillado en una emboscada en pleno centro, uno sobre el otro”.
En una nación marcada por las cicatrices de los falsos positivos, Alfonso comenta con acrimonia: “La salud en este pueblo ha sido uno de los objetivos claves de la corrupción armada (…)  No habían matado a diez guerrilleros en enfrentamientos, pero mientras creaban el terror para apoderarse del territorio, mataron a más de tres mil personas. Primero las dieron por desaparecidas y hoy, cuando todo parece calmado, han empezado a aparecer enterradas en fosas comunes.”
Su voz franca cede con frecuencia a aquella de sus amigos y parientes, entre las cuales destaco la del Tío Manuel, quien narra un tratado sobre las culebras asesinas en un cerro de la Sabana. Atacado por las sierpes en tres ocasiones, la última casi mortal, Manuel recuerda con tristeza a su padre, quien con su fe movía montañas: “El rezo del abuelo –escribe el autor-, era tan poderoso que las culebras se morían solitas en las pajas.”
  Ilustrando una creencia profundamente arraigada entre los campesinos, aquella que las mujeres embarazadas paralizan y matan las serpientes, Manuel relata como Mercedes y Toña, embarazadas, se personaron ante un ofidio que cayó muerto de inmediato boca abajo, índice inequívoco que el sexo de los niños era masculino.
La vida cotidiana de Sincelejo y la Sabana, lejos de ser idílica, le revela con frecuencia la deshonestidad de sus habitantes y la indolencia de sus instituciones, como cuando un amigo cronista le confiesa que prefirió usar su cama a la suya para seducir a una meretriz: “El Cronista me confesó que había desengrasado la cena con aquella mujer tan fácil (a lo mejor era una puta callejera y reservada), en mi propia cama recién apartada y que la de él había quedado intacta. ‘Con razón las sábanas estaban húmedas’”, o cuando narra la deshonestidad festiva de sus vecinos barranquilleros: “Los barranquillero, como siempre, al bajarse el vendedor, iban felices; lograron, con habilidad, que el vendedor le diera vueltos dos veces. Uno de los paquetes les había salido gratis”. El Carnaval de Barranquilla es en este libro el referente de una brújula temporal, como lo es el día de acción de gracias para los americanos, o la navidad para los cachacos, lo que le permite formular una que otra crítica a los días de febrero: “El disfraz de Marimonda es como para quitarle el morbo al sexo”
El estilo de Hamburger es confesional y conversacional, si bien a menudo el novelista cede el espacio al cronista. La infidencia también da espacio, con esa discreción tan propia a los escritores de la generación del Boom Latinoamericano, a relatos un tanto escabrosos de la moral de fin de siècle, como cuando relata las venturas de un amigo seduciendo a una mujer, o cuando describe a una niñera que desvela al autor y que es oportunamente despedida por su esposa.  Su “mirada azucarada” –para usar la expresión del autor-, se clava a menudo en las formas de las doncellas sabaneras: “… la muchacha que nos atendía: una morenaza de nalgas firmes, con un descaderado que le dejaba ver la curva que le bajaba asomándosele por la abertura de la espalda afuera y se le introducía por el panti blanco que le sobresalía sin reservas del jean”. Cierta picardía o complicidad masculina se manifiesta en su crónica de un reinado de belleza provincial, del cual el autor es jurado: “Ninguna [reina] pasaba de 17 años y todas querían llegar vírgenes al matrimonio, y encontrar hombres dispuestas a quererla, respetarlas y llenarlas de hijos. Eso sí, que las dejaran estudiar. La candidata del barrio El Tunal no tenía nada que hacer. Era la más alta, pero muy desgarbada. Al igual que Erika, de buen trasero, pero de dientes abiertos y de desgarbado bailar (…) pero yo, acucioso con mis ojos inquisitivos, dudé de la morenaza del barrio El Tendal, por sus anchas caderas y sus labios carnosos, rojos como la manzana. Su voz, inclusive, para un buen catador como yo era el de una mujer con honda experiencia en el sentido carnal de la expresión”.
Los celos de su esposa ocupan, no sin fundamento, varias páginas del libro: “Todo en el sexo es dañino, hasta el amor. Demasiado amor empalaga, porque se convierte en celo”, y “Una mujer celosa es tan peligrosa como el filo de un hacha que cuelga del techo del ancho”. Sus titubeos a la hora de aceptar que la separación es la mejor solución a los celos de su cónyuge alcanzan una lucidez Sthendaliana:“El pretexto para volver [a mi mujer] han sido los hijos, pero en el fondo es la falta de plata”. Su desencanto con las mujeres es mayor cuando descubre trazos de brujería en un pariente con quien tuvo una álgida discusión: “Cuando Pedrito, incrédulo hasta entonces de la brujería descubrió que lo venían trabajando con magia negra, la cosas empeoraron, pero ya habían dos hijas de por medio”.
La diabetes, que en un comienzo parecía atormentar los días del autor con sus prohibiciones alimenticias y etílicas, va cediendo a la joie de vivre con ese humor tan propio de la novela picaresca española: “-Claro, Whisky, a mí sólo me hace daño el que compro, el que me dan ni cosquillas me hace”.
El escepticismo del autor, quien ha aprendido a no creer en sus congéneres, se ve conmocionado cierta tarde en que un taxista le responde que “nadie ha vuelto del más allá para decir que existe una vida después de la muerte. Y al que ha regresado no le han creído”. Al cabo de unos meses el autor encuentra en Cartagena a un médico de apariencia china, quien le prescribe que en su ser “estaba instalado un ejército de espíritus del mal que me nublaban la razón, que me cubrían el rostro con una máscara ardorosa. El médico se concentraba al máximo y los hallaba .por  entonces. Primero los contó en tinieblas, tenía 75 en total (…) La idea maligna de mis enemigos era que sufriera un accidente que iba a dejarme sin piernas y me arrastrara por el suelo como un reptil”. Su pronóstico traza sus males al odio de una mujer que desea verlo mendigando en las calles de Sincelejo, deseo que el autor encarna quizá sin darse cuenta en uno de sus primeros relatos. En un capítulo memorable, que sólo puedo comparar a otro de Kundera, el autor siente envidia de la plácida vida de un mendigo: “Esta mañana un mendigo refinado que funge de portero en la emisora donde hablo, me pidió dos mil pesos para el desayuno. Y yo, que llevaba la plata en el bolsillo, no pude desayunar (…) Eso sí, no tendrá que asistir a la DIAN a pagar impuestos ni debe sufrir los efectos de la parapolítica, que por estos días sacude los cimientos de esta ciudad caótica (…) No alcanzo a descifrar la mirada del loco, recojo mi libreta y me marcho caminado por la calle del Cauca, pensando si este loco tendrá el azúcar tan alto como el mío”. En sus últimas páginas el autor se encuentra con amigos enfermos que prescriben que no hay que darle importancia a las enfermedades, algo que ya el canto del juglar Pacheco anunciaba en la página 39: “No le prestes atención a eso (…) Mámale gallo”, y que Miguel Manrique enfatiza: “Se olvidan que uno es lo que come. Calculen ustedes, un hombre que se levantó con yuca harinosa asada y suero del bueno, puro sabanero, y que se lo prohíban antes de cumplir los sesenta años, es un homicidio sentimental”. “Y yo espero morir de todo, menos de diabetes”. “Coincide Samuelón en que gran parte de la enfermedad está en la psiquis”.  
“Ensayos sobre la Diabetes” es también una odisea por los mares de la enfermedad, el dolor, los celos, el desprecio y la sanación. El aprendizaje del escritor culmina, como es propio del Bildungsroman, en la felicidad estética; en sus dos últimas páginas su prosa comulga con la de su paisano Amaury Pérez Banquet, quien lo lleva a descubrir que también en la lejana Italia se narran eventos tan sui generis como en la ardiente sábana que inspira sus desvelos.


Thursday, September 17, 2015

Artistas y poetas - epílogo a "Himnos a la Muerte"

¿Tu valentía se atrevería
a todo conmigo?

Leyla Margarita Tobías Buelvas



El poeta, a diferencia de los académicos, no escribe dogmas; su canto es de hecho un conglomerado de voces que ha escuchado, comprendido, amado y masticado a lo largo de sus días: versos azules y rojos, despreciados y adulados, criminales y de abolengo, solitarios y confabulados, libres o comprometidos. Karl Jung y Joseph Campbell señalaron que los artistas crean arquetipos universales en sus obras. Amén de la verosimilitud, que no requiere de fidelidad cronológica, el artista más genuino posee, en palabras de Michael Chejov, un ego elevado que le permite hacer suyo cualquier rol, apropiarse de una vida extranjera, incluso aquellas que la sociedad condena. La única profesión que acoge el sufrimiento con júbilo es la actuación; no deja de sorprenderme las penalidades que tuvo que sufrir Heath Ledger para encarnar un personaje desenfrenado, recobrado del infierno o de los pensamientos más siniestros, arquetipo de la maldad congénita. El Guasón debía ser inhumano porque la humanidad de hoy es tan inhumana que aplaude la construcción de muros entre las naciones.  Ibsen y Herman Hesse comprendieron que en una cultura supeditada a las imposiciones de una mayoría, la construcción de la personalidad era una necedad:


Uns ist kein Sein vergönnt. Wir sind nur Strom, 
Wir fließen willig allen Formen ein 1

 



Los poetas conmueven a los dioses con oraciones que componen y que -para el deleite de los epigramistas-, sacerdotes y fariseos plagian e instauran como dogmas; sus lecturas y sus memorias les permiten anticipar las intenciones de sus enemigos; poseen, como Tiresias, el don de la adivinación, que Isaac Asimov llamó psicohistoria o el pronóstico del porvenir a partir de su estudio enciclopédico del pasado. Aspiran, como Esquilo, Lope de Vega, Brecht y Shakespeare a reescribir su vida y la del mundo, pues crean en cada personaje un ser cercano a sus afectos; su labor requiere de luz y transparencia, esto es, de altruismo, idealismo que los mancomuna con Dios, a quien aman o imprecan según sus creencias más íntimas, y quien con frecuencia los unge como profetas, e.g., San Pablo, Kierkegaard, el profeta Isaías -quien Hugo celebrase con pasión- y el inmortalizante Homero:

μῆνιν ἄειδε θεὰ Πηληϊάδεω Ἀχιλῆος 2

En civilizaciones primitivas y modernas fungen como administradores, embajadores, sacerdotes, pitonisas y santos. Como Hildegarda de Bingen y James Joyce, tienen certeza de su divinidad y ven en cada ser viviente a un nuevo hermano. Conversan con lobos como San Francisco de Asís y dan voz a los demonios, como el autor de El Libro de Job. Se lamentan de su existencia e.g., Calderón: Pues el delito mayor del hombre es haber nacido,  e insultan a Dios para reafirmarlo, e.g., Beckett: ¡Ese bastardo! [Dios] ¡No existe!, la misma voz que por boca de Estragon se compara con Jesucristo: ¡Siempre lo he hecho! Lo que para los artistas es diversidad, es inconsistencia para una humanidad educada en definiciones de avisos publicitarios, y que a duras penas ha preservado la obra de genios como Menandro, Bach, Poe y Kafka tras su deceso. En su afán de promulgar las enseñanzas de Sócrates, su maestro, Platón instauró la academia con el fin de concientizar a nuevas generaciones de las implicaciones éticas de las ideas.


Los poetas son necesariamente apasionados; obras maestras de la literatura como Marco Polo, Don Quijote de la Mancha y Antes que Anochezca fueron concebidos en prisiones. Ya Jesucristo, quien cantó a la posteridad en parábolas, fue calumniado por su movilidad social, pues al salir del templo se reunía con mercaderes. No es sorprendente, por lo tanto, que la mayoría de los poetas se aferren a su soledad, como Raúl Gómez Jattin: 

Los poetas, amor mío, son 
Unos hombres horribles, unos 
Monstruos de soledad, evítalos 3

Confesión que George Bernard Shaw presenta con ironía en Hombre y Superhombre: "The true artist will let his wife starve, his children go barefoot, his mother drudge for his living at
seventy, sooner than work at anything but his art".

Soledad en Dios, prescribe San Juan de la Cruz: imaginación poética e intercesión, pues a través de la palabra los poetas inmortalizan su entorno; condenan a sus oponentes, como Miguel Ángel, y defienden a sus protectores, como Quevedo. Sus meditaciones son en realidad conversaciones con Dios, sea éste el Ser, una creencia o una figura imaginaria, de los cuales sólo queda el residuo de sus versos; fue Nietzsche, quien, como Baudelaire, compuso odas a su divinidad antes de morir. 

El artista, el filósofo y el espectador sensible son todos poetas, aquellos que hacen de la belleza su compañera, a quien buscan y encuentran en cada pena o alegría, a cada esquina, en la admiración aristotélica que es el conocimiento, pues la vida misma es poesía: el alba, el canto del gallo, un retrato, una sinfonía o una actuación memorable. Pero plasmar la esencia en obras de arte tiene un costo. Los artistas hacen de su alma una casa de ventanas a la que colibríes, pumas e insectos llegan, y en donde los conflictos de convivencia son frecuentes.

Platón percibió que el cascarón de las creencias generales es el de las sombras o falsas imágenes de una caverna, enseñanza desafiante que dejó al desnudo la necedad de las almas condenadas, aquellas que en palabras de Bernard Shaw prefieren los tumultos y arrebatos de una confabulación a la placidez de una ópera de Wagner. Su audacia, ejemplificada en Eurípides, quien fue además de poeta dramaturgo, actor, cantante, bailarín, escenógrafo y consejero gubernamental, le  granjea  condecoraciones, pero también persecuciones, calumnias y destierros. Con los años, empero, su sensibilidad vence a sus más férreos enemigos: Plutarco recrea la historia de unos soldados que iban a ser ejecutados por los espartanos, y quienes antes de su inminente muerte se salvaron en virtud de unos versos que declamaron de Eurípides.  L’Amour fou que los franceses sintieron por François Villon fue motivado por su poema a Nuestra Señora de París: 

Dame du ciel, régente terrienne,
Emperière des infernaux palus…. 4

Sin reparar en la indiferencia de sus coetáneos, quienes insistían en la superioridad de Ben Jhonson, Shakespeare, acuciado por necesidades económicas, abandona las tablas tras décadas de consagración y se dedica a comerciar insumos; en vísperas de su mudanza de Londres concibe The Tempest una obra de teatro sobre el destino del poeta, que brilla gracias al perdón, y donde se revela como maestro espiritual de su comunidad, intercesor de los destinos, narrador de aventuras y demiurgo de sentimientos que consuelan:

Unless I be relieved by prayer, 
Which pierces so that it assaults 
Mercy itself and frees all faults 5

Las civilizaciones comprenden, como Whitman celebra, que el destino último de su lenguaje, su historia y sus vivencias es ser un personaje a bordo de sí mismo:

I celebrate myself, and sing myself,
And what I assume you shall assume,
For every atom belonging to me as good belongs to you 6

Grecia permanecerá en la Unión Europea por las sentencias de Sófocles, quien encarnó en Antígona las arbitrariedades de un Estado, y el Imperio Español seguirá siendo imperio por los versos de Quevedo: 

Polvo serán, mas polvo enamorado

Garcilaso: 

Sólo y lejano en tierra ajena 

O Calderón: 

¿La vida? Una ficción donde el mayor bien es pequeño

Poetas que junto a Cervantes, Lope de Vega, Sor Juan Inés de la Cruz y Tirso de Molina hicieron de palabras sus espadas, consolidando una península y un continente hoy dividido por facciones.

Los socráticos desconfiaban de los vates, pues veían que sin imponer un discurso eran incondicionalmente amados. Homero, Shakespeare, Goethe, Ibsen y Chéjov crearon personajes filosóficos que a la postre devendrían el Alter-ego de los líderes que aún modelan sus progresistas gobiernos. 


La aprehensión de los sofistas o minor poets, no carecía de argumentos, pues las naciones hoy sólo imponen laureles sobre sus poetas. Luis XIV los prefería a los políticos,  acaparando la genialidad de un Racine por el bienestar de la Flor de Lis, y los ingleses, quienes ensalzaron al delirio a Óscar Wilde, se ofendieron cuando su Dandy les señaló en carne propia su doble moral, atrevimiento que deslumbró a un imperio y le valió una sentencia a trabajos forzados. Años después Óscar confesaría con entrañable sarcasmo que ya que había vivido el éxito debía experimentar su caída, destino que había anunciado en El Príncipe Feliz con una ternura reservada a los niños: 

You have rightly chosen," said God, "for in my garden of Paradise this little bird shall sing for evermore, and in my city of gold the Happy Prince shall praise me… 7

En tanto nuestras sociedades, en el camino a su autodestrucción por el consumismo, pregonan la urgencia de enriquecerse en avisos que abruman los caminos, los poetas cantan a su felicidad en un mundo infeliz. Escribir es un ausentarse de la vida, de la conversación, de la fiesta, del gobierno, en aras de alentar la fiesta, la conversación, la vida, el gobierno. Aristóteles prescribió que sólo un filósofo podía gobernar con equidad; Alejandro Magno asumió su filosofía e hizo de su hipótesis el más grande imperio.

El poeta habla del Ser y la eternidad con mayor convicción que el físico a quien agencias de mercadeo presentan como sacerdote metafísico. Son los artistas, como Adorno prescribe, quienes revelan las melodías y cacofonías de su era; las baladas y sonetos de la pureza y las anatemas y aforismos del vicio, voces que cohabitan su imaginación como niños que precisan de una maestra que los guíe. Su biografía es una serie de aparentes contradicciones, pues sus versos expresan sentimientos que varían como la vida misma.   Es por ello que su inventiva no tienen necesidad de coherencia, detalle que inquietó a Fritz Lang y a Jean-Luc Godard a propósito de Hölderlin. Su locura es aceptada por la mera audacia de ser poeta, por las emociones que sus versos suscitan, como reza la tumba de un bardo griego:

Deja, Oh, Madre del Cielo 
Que mis versos sean como flechas
Que traspasen el corazón de quienes me escuchan

Las imágenes del cine fueron en su origen versos, tal y como lo demuestra Eisenstein en sus estudios sobre cine: diálogos y pensamientos que sin pretender imponerse modelan la visión del mundo. 

¿Quién duda que películas como El Ladrón de Bicicletas, Pequeño Gran Hombre, El Último Tango de París y Filadelfia han contribuido a las libertades civiles de las sociedades más progresistas a comienzos del siglo 21? 

Este volumen reúne cinco poemarios que compuse en conversaciones solitarias. Descubrí la literatura como casi todos, en el colegio, y mediante una colección de libros infantiles que mis padres nos obsequiaron: hermosamente ilustrados en pasta dura sus páginas alternaban crónicas de Louis Peru de Lacroix con poemas de García Lorca, adivinanzas populares, fábulas de Perrault y cuentos de las Mil y Una Noches, lecturas que  animaron mi invención. A los 16 años gané un concurso de poesía a la Virgen en el Colegio San Pedro Claver de Bucaramanga; dos años después publicaba mi primer poema en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Javeriana.

Hacia mediados de 1998 llegué a Portugal, en donde rentamos un apartamento con vista al Río Douro, que en español traduce Río de Oro, y el cual -no hay coincidencias,- es el nombre del río que baña los flancos de mi ciudad natal, Bucaramanga. Allí escribí al año siguiente, un doce de marzo, Himnos a la Muerte.

Sobre las Playas Griegas es un canto al amor desde bodas, aventuras e idilios; Plegarías, escrita sobre las bellas praderas de las afueras de Manchester, traduce mis conversaciones de soledad en Dios; Ciudades que me Desterraron es un estudio de los prejuicios de las sociedades que visité; El Azar y la Niebla una miscelánea de sentimientos o pensamientos. 


Notas


1 Ningún Ser nos es dado. Apenas somos corrientes

Dóciles fluímos en todas las formas
2 La cólera, canta Diosa, de Aquiles, hijo de Peleo
El verdadero artista dejará que su esposa sufra hambre, que sus hijos anden descalzos, que su madre se esmere por sobrevivir a los setenta años, antes que dedicarse a algo que no sea su arte.
4 Dama del Cielo, regente de la tierra
Emperatriz de las infernales explanadas…
5 A menos que sea aliviado por la oración
Que atraviesa lo que asalta
La piedad, incluso, y nos libra de las faltas
6 Celebro mí propio yo, y canto a mí mismo
Y lo que yo presuma tú lo presumirás
Pues cada átomo que me pertenece es también tuyo
7 Has elegido bien”, dijo Dios, “pues en mi jardín del Paraíso esta dulce ave cantará por siempre, y
en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz me vanagloriará”.