El título del libro reciente de Alfonso
Hamburger también podría llamarse “Confesiones sobre la Diabetes”. El género
confesional, de hecho, es más cercano que el ensayístico a su prosa fluida, en
donde la herencia de la crónica costeña, el realismo mágico y el Bildungsroman se consolidan en un tono
personal. A través de sus abigarradas páginas Alfonso nos escribe con esa
familiaridad reservada a los amigos de vieja data que encontramos por mera
casualidad en medio de un carnaval, una celebración multitudinaria o una fiesta
familiar.
“Ensayos sobre la Diabetes” se inspira en parte
en la canción “La Diabetes de Carmelo” de Adolfo Pacheco: “Ay no pica, no
rasca, no da dolor/ Provoca los dulces de buen sabor/ Ay te quita las ganas de
trabajar.” El ocio, con una economía que recae constantemente en crisis, es un
estado literario que, como en tantos escritores de la costa, da pie al agrío
comentario social: “Y el gobernador, el alcalde o diputado –la mayoría
políticos corruptos- que viajaban en sus carros refrigerados me paraban para
darme un chance o seguían de largo para echarme polvo”.
A través de elaboradas crónicas Hamburger
presenta con soberbia la impotencia y
resignación que la clase media y trabajadora colombiana sobrelleva con
estoicismo. Los amigos y parientes del autor son, en efecto, milagrosos
sobrevivientes de los desmanes que día a día perpetran sin remordimiento los
sátrapas, paramilitares, guerrilleros y delincuentes que se han tomado la
política en Colombia. Su presentación de los desvalidos no es menos
desesperanzadora. Su Sincelejo de mototaxistas que se estrellan dejando un halo
de destrucción, encarna, en sus palabras, el espíritu suicida de las corralejas
engañosamente extintas: “Quienes vivieron la tragedia del 20 de enero de 1980
en Sincelejo recuerdan que ese día el mundo se oscureció como este martes de
marzo (…) [Hoy] la ciudad parece contagiada por la cultura de las corralejas.
La gente viaja a mil en mototaxis ruidosos que van dejando la estela de humo,
de heridos, muertos, huérfanos y viudas”.
Tanto los paramilitares reinsertados como los
guerrilleros y los empresarios de la guerra son objetivos de su pluma, como lo
es la ideología comunista: “Nuestros jugadores eran de La Bajera, uno de los
barrios más pobres y tradicionales del pueblo y donde el comunismo se regaba
como verdolaga en playa (…) solo cuando ya el pueblo se nos había salido de las
manos y nuestros corregimientos se desarraigaron y sus hijos inocentes y buenos
fueron llenando los espacios vacíos que iban dejando ‘los riquitos de la
plaza’, hasta que un día no hubo más que pobreza absoluta y abandono. Todos
perdimos algo en la guerra. Todos nos empobrecimos. Todos nos desplazamos. No
quedamos ni riquitos de la plaza ni pobrecitos de las orillas.” El
paramilitarismo no es menos condenado, y con éste las políticas de perdón del
Estado: “Los reinsertados de las autodefensas caían como moscas en la calle
cuando iban a cobrar su mesada, como en El Banco, Magdalena, donde dos
muchachos fueron acribillado en una emboscada en pleno centro, uno sobre el
otro”.
En una nación marcada por las cicatrices de los
falsos positivos, Alfonso comenta con acrimonia: “La salud en este pueblo ha
sido uno de los objetivos claves de la corrupción armada (…) No habían matado a diez guerrilleros en
enfrentamientos, pero mientras creaban el terror para apoderarse del
territorio, mataron a más de tres mil personas. Primero las dieron por
desaparecidas y hoy, cuando todo parece calmado, han empezado a aparecer
enterradas en fosas comunes.”
Su voz franca cede con frecuencia a aquella de
sus amigos y parientes, entre las cuales destaco la del Tío Manuel, quien narra
un tratado sobre las culebras asesinas en un cerro de la Sabana. Atacado por
las sierpes en tres ocasiones, la última casi mortal, Manuel recuerda con
tristeza a su padre, quien con su fe movía montañas: “El rezo del abuelo –escribe
el autor-, era tan poderoso que las culebras se morían solitas en las pajas.”
Ilustrando una creencia profundamente
arraigada entre los campesinos, aquella que las mujeres embarazadas paralizan y
matan las serpientes, Manuel relata como Mercedes y Toña, embarazadas, se personaron
ante un ofidio que cayó muerto de inmediato boca abajo, índice inequívoco que el
sexo de los niños era masculino.
La vida cotidiana de Sincelejo y la Sabana,
lejos de ser idílica, le revela con frecuencia la deshonestidad de sus
habitantes y la indolencia de sus instituciones, como cuando un amigo cronista
le confiesa que prefirió usar su cama a la suya para seducir a una meretriz: “El
Cronista me confesó que había desengrasado la cena con aquella mujer tan fácil
(a lo mejor era una puta callejera y reservada), en mi propia cama recién
apartada y que la de él había quedado intacta. ‘Con razón las sábanas estaban húmedas’”,
o cuando narra la deshonestidad festiva de sus vecinos barranquilleros: “Los
barranquillero, como siempre, al bajarse el vendedor, iban felices; lograron,
con habilidad, que el vendedor le diera vueltos dos veces. Uno de los paquetes
les había salido gratis”. El Carnaval de Barranquilla es en este libro el
referente de una brújula temporal, como lo es el día de acción de gracias para
los americanos, o la navidad para los cachacos, lo que le permite formular una
que otra crítica a los días de febrero: “El disfraz de Marimonda es como para
quitarle el morbo al sexo”
El estilo de Hamburger es confesional y
conversacional, si bien a menudo el novelista cede el espacio al cronista. La
infidencia también da espacio, con esa discreción tan propia a los escritores
de la generación del Boom Latinoamericano, a relatos un tanto escabrosos de la
moral de fin de siècle, como cuando relata las venturas de un amigo seduciendo
a una mujer, o cuando describe a una niñera que desvela al autor y que es
oportunamente despedida por su esposa. Su “mirada azucarada” –para usar la expresión
del autor-, se clava a menudo en las formas de las doncellas sabaneras: “… la
muchacha que nos atendía: una morenaza de nalgas firmes, con un descaderado que
le dejaba ver la curva que le bajaba asomándosele por la abertura de la espalda
afuera y se le introducía por el panti blanco que le sobresalía sin reservas
del jean”. Cierta picardía o complicidad masculina se manifiesta en su crónica
de un reinado de belleza provincial, del cual el autor es jurado: “Ninguna
[reina] pasaba de 17 años y todas querían llegar vírgenes al matrimonio, y
encontrar hombres dispuestas a quererla, respetarlas y llenarlas de hijos. Eso
sí, que las dejaran estudiar. La candidata del barrio El Tunal no tenía nada
que hacer. Era la más alta, pero muy desgarbada. Al igual que Erika, de buen
trasero, pero de dientes abiertos y de desgarbado bailar (…) pero yo, acucioso
con mis ojos inquisitivos, dudé de la morenaza del barrio El Tendal, por sus
anchas caderas y sus labios carnosos, rojos como la manzana. Su voz, inclusive,
para un buen catador como yo era el de una mujer con honda experiencia en el
sentido carnal de la expresión”.
Los celos de su esposa ocupan, no sin
fundamento, varias páginas del libro: “Todo en el sexo es dañino, hasta el
amor. Demasiado amor empalaga, porque se convierte en celo”, y “Una mujer celosa es tan peligrosa como el filo de un hacha que cuelga del techo del ancho”. Sus
titubeos a la hora de aceptar que la separación es la mejor solución a los
celos de su cónyuge alcanzan una lucidez Sthendaliana:“El pretexto para volver
[a mi mujer] han sido los hijos, pero en el fondo es la falta de plata”. Su
desencanto con las mujeres es mayor cuando descubre trazos de brujería en un
pariente con quien tuvo una álgida discusión: “Cuando Pedrito, incrédulo hasta
entonces de la brujería descubrió que lo venían trabajando con magia negra, la
cosas empeoraron, pero ya habían dos hijas de por medio”.
La diabetes, que en un comienzo parecía
atormentar los días del autor con sus prohibiciones alimenticias y etílicas, va
cediendo a la joie de vivre con ese
humor tan propio de la novela picaresca española: “-Claro, Whisky, a mí sólo me
hace daño el que compro, el que me dan ni cosquillas me hace”.
El escepticismo del autor, quien ha aprendido a
no creer en sus congéneres, se ve conmocionado cierta tarde en que un taxista
le responde que “nadie ha vuelto del más allá para decir que existe una vida
después de la muerte. Y al que ha regresado no le han creído”. Al cabo de unos
meses el autor encuentra en Cartagena a un médico de apariencia china, quien le
prescribe que en su ser “estaba instalado un ejército de espíritus del mal que
me nublaban la razón, que me cubrían el rostro con una máscara ardorosa. El
médico se concentraba al máximo y los hallaba .por entonces. Primero los contó en tinieblas, tenía 75 en total (…) La idea maligna de mis enemigos era que sufriera un
accidente que iba a dejarme sin piernas y me arrastrara por el suelo como un
reptil”. Su pronóstico traza sus males al odio de una mujer que desea verlo
mendigando en las calles de Sincelejo, deseo que el autor encarna quizá sin
darse cuenta en uno de sus primeros relatos. En un capítulo memorable, que sólo
puedo comparar a otro de Kundera, el autor siente envidia de la plácida vida de
un mendigo: “Esta mañana un mendigo refinado que funge de portero en la emisora
donde hablo, me pidió dos mil pesos para el desayuno. Y yo, que llevaba la
plata en el bolsillo, no pude desayunar (…) Eso sí, no tendrá que asistir a la
DIAN a pagar impuestos ni debe sufrir los efectos de la parapolítica, que por
estos días sacude los cimientos de esta ciudad caótica (…) No alcanzo a
descifrar la mirada del loco, recojo mi libreta y me marcho caminado por la
calle del Cauca, pensando si este loco tendrá el azúcar tan alto como el mío”. En
sus últimas páginas el autor se encuentra con amigos enfermos que prescriben
que no hay que darle importancia a las enfermedades, algo que ya el canto del
juglar Pacheco anunciaba en la página 39: “No le prestes atención a eso (…)
Mámale gallo”, y que Miguel Manrique enfatiza: “Se olvidan que uno es lo que
come. Calculen ustedes, un hombre que se levantó con yuca harinosa asada y
suero del bueno, puro sabanero, y que se lo prohíban antes de cumplir los
sesenta años, es un homicidio sentimental”. “Y yo espero morir de todo, menos
de diabetes”. “Coincide Samuelón en que gran parte de la enfermedad está en la
psiquis”.
“Ensayos
sobre la Diabetes” es también una odisea por los mares de la enfermedad, el dolor,
los celos, el desprecio y la sanación. El aprendizaje del escritor culmina,
como es propio del Bildungsroman, en la felicidad estética; en sus dos últimas
páginas su prosa comulga con la de su paisano Amaury Pérez Banquet, quien lo
lleva a descubrir que también en la lejana Italia se narran eventos tan sui
generis como en la ardiente sábana que inspira sus desvelos.