Sunday, October 6, 2013

Poe, ‘’La Máscara de la Muerte Roja’’ y su correspondencia con la civilización occidental

La profecía podría ser la manifestación más misteriosa de la mente humana. El Libro de las Revelaciones, las Centurias de Nostradamus y los Tres Secretos de Fátima son mensajes ambivalentes sobre el destino de la humanidad. Mientras que su propósito principal es el de advertir a sus lectores sobre las consecuencias de la venganza, la arrogancia y la impiedad, su veracidad depende de manifestaciones destructoras. 
Más misteriosa que la inspiración profética de niños y videntes  es la obra literaria que se adelanta a la realidad. En 1898 el marinero y escritor Morgan Robertson publicó Futilidad, una novela que describe el naufragio del Titan, el crucero más lujoso del mundo, el cual es embestido por un témpano de hielo sobre el océano Atlántico. Robertson anticipó por catorce años el hundimiento del Titanic. Presentando proféticamente una guerra mundial en 1940, H.G. Wells escribió La Forma de las Cosas por Venir en 1933, una novela de ciencia ficción que describe el ascenso al poder de una clase de tecnócratas y las incursiones de la Luftwaffe sobre Londres. Wells escribió así mismo la adaptación de su novela para el filme Cosas por Venir (1936), dirigido por William Cameron Menzies. Este último puede ser fácilmente confundido con material documental sobre el bombardeo de Londres[1].  
En 1842 el poeta y escritor norteamericano Edgar Allan Poe escribió La Máscara de la Muerte Roja, un cuento que narra la historia de Próspero, un acaudalado príncipe italiano que muere en su esfuerzo por prevenir la peste. Ciento sesenta años después de su publicación La máscara de la Muerte Roja recuenta los temores de nuestra civilización.
Las primeras líneas de la narración de Poe anuncian la combinación mortífera de pobreza y peste en el así llamado tercer mundo: «Desde hacía tiempo la 'Muerte Roja' devastaba la comarca. Ninguna pestilencia había sido ni tan fatal ni tan abominable. La sangre era su marca y su avatar; la rojura y el horror sanguinolento. Se sufrían dolores agudos, mareos repentinos y un desangramiento profuso por los poros, con disolución. Las manchas escarlatas en el cuerpo de una víctima, y particularmente sobre su rostro, eran los sellos que la segregaban de la piedad y simpatía de sus congéneres». La globalización se ha establecido como el sistema de clases más refinado y selectivo. La esclavitud ha sido reemplazada por la mano de obra abaratada. Las naciones más prósperas se han convertido en los prestamistas de millones de hombres y mujeres que devengan un salario de cerca de cien dólares mensuales por una semana de trabajo de cincuenta y cuatro horas. Su prosperidad se basa en las tazas de interés de sus préstamos. Los productos y mercancías de Asia, África y Latinoamérica son comercializados en sociedades prestantes bajo condiciones draconianas, luego de competir con economías locales  sobreprotegidas. La mayoría de las democracias del mundo son mise-en-scène que disimulan la corrupción de oligarquías enriquecidas: familias de terratenientes, mercaderes y tiranos que apenas titubean al momento de vender los recursos de sus países natales por una contribución legal a sus cuentas bancarias en Suiza o Mónaco.
Las naciones pobres ya no se granjean la piedad y simpatía de sus congéneres más civilizados. Su miseria es desconocida, deformada e idealizada. Durante los años recientes las amenazas de guerra biológica se reducían a las naciones menos acaudaladas; el temor de una pandemia, sin embargo, es real.  A los ojos del mundo más civilizado la masa más pobre no alcanzan ni tan siquiera la condición de los leprosos; privada de electricidad y educación su misma existencia es denegada. Y aún así, este mundo subcategorizado contiene a las cuatro quintas partes del género humano. A pesar de los logros de la ciencia y la tecnología nuestra organización política revive tiempos antiguos. Como en las eras más oscuras, el mundo se divide entre un imperio minoritario y los habitantes de un mundo desconocido, bárbaro, feroz y desesperado.
«Pero el príncipe Próspero era ecuánime, atrevido y sagaz (…) Reconocía los colores y sus efectos.  La decoración de moda no le interesaba. Sus propósitos eran impulsivos y perspicaces, y sus ideas resplandecían con lustre ecológico. Algunos lo creían demente, pero sus seguidores disentían; bastaba con oírlo, verlo y tocarlo para cerciorarse de su cordura». Poe incluso predice las virtudes de los actuales gobernantes de nuestra cultura occidental. Nuestras opiniones sobre una coalición global contra el terrorismo están dividas; mientras que los pacifistas aseveran que el daño colateral causado por la fuerza aérea de las naciones más prósperas propagará aún más terrorismo, quienes apoyan a la administración coercitiva insisten en su capacidad de controlar y suprimir atentados suicidas. Su armamento y sus satélites no solamente son los más sofisticados del mundo; también inspiran el respeto o el miedo de sus aliados y enemigos.
«Cuando la mitad de sus dominios fueron desolados, él convocó a su presencia a mil de sus amigos, los más robustos y despreocupados entre sus caballeros y cortesanas, y los condujo al bosque para recluirse en una de sus abadías fortificadas. Esta cartuja poseía una estructura extensa y magnífica; la creación de un príncipe excéntrico, de gusto imperial. Un muro fuerte y empinado la salvaguardaba; una vez adentro los cortesanos, previamente provistos de fraguas y martillos macizos, soldaron las puertas de hierro que lo circundaban. Se había resuelto eliminar los medios de ingreso y egreso para prevenir los impulsos repentinos que el desespero y el frenesí del enclaustramiento prolongado pudiesen provocar. Ya la abadía había sido generosamente abastecida; con semejantes preparativos los cortesanos podrían burlar cualquier contagio. El mundo externo se defendería por sí mismo; entre tanto todo lamento o pensamiento sería baladí; el príncipe había desplegado todos sus entretenimientos placenteros: habían bufones, habían saltimbanquis, habían bailarines, habían orquestas, había Belleza, había vino. Todo esto, además de seguridad, estaba adentro. Afuera deambulaba la Muerte Roja».
Mientras hay países que "protegen" a niños emigrantes en campos de "refugiados", en Europa el neonazismo presiona por una política más recia contra los emigrantes. Aunque la obra de mano barata fue desesperadamente requerida por Europa durante las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, ésta ha devenido ahora redundante ante las miríadas de tercermundistas que cruzan el Mediterraneo. Las leyes de la globalización permiten que las compañías multinacionales construyan sus fábricas en los países subdesarrollados, en donde sus empleados se conforman con magros salarios. Las cosechas de frutas de los Estados Unidos son recogidas, año tras año, por cientos de emigrantes ilegales centroamericanos bajo la connivencia de autoridades federales y municipales. Como el príncipe Próspero, el mundo que organiza la economía, construye una muralla o sistemas de misiles con el supuesto propósito de proteger a su país contra las amenazas del mundo exterior. Luego de las manifestaciones de fraternidad y simpatía exhibidas durante los años de la guerra fría, las naciones más prestantes cierran sus cortinas de hierro. «El mundo externo se defenderá por sí mismo», es el argumento que justifica la indolencia del príncipe Próspero, cuya intención fue, esencialmente, la de repeler las incursiones de sus vasallos: deseperados atraídos por su felicidad y su fortuna, dispuestos a irrumpir en su abadía para diseminar el caos contra su voluntad. Su temor corresponde a los temores de nuestra generación. Hora tras hora cientos de infelices pierden sus vidas al cruzar los mares que protegen los suelos de las naciones más prósperas. Cito, verbigracia, el testimonio que la prensa publicó de Vito Diodato, capitán de uno de los botes pesqueros que rescataron a siete emigrantes sobre la costa italiana, noticia entonces ampliamente difundida. Cincuenta hombres, mujeres y niños se ahogaron ante un navío patrulla de quince mil toneladas, el cual «rehusó atender a clamores de socorro y actuó sin prisa cuando el bote de los emigrantes fue volteado por una ola gigantesca (…) La imagen más espantosa fue la de una mujer negra forcejeando con otros pasajeros por alcanzar una botella de agua para su bebé. En medio del ajetreo fue abatida con un puño en su cara (…) Yo la vi ahogarse cuatro horas más tarde, luego de aferrarse sin fuerzas a un salvavidas que encontró en las aguas».  
La ideología que conduce a esta mujer a sacrificar su vida y la de su bebé por un sitio en el mundo adinerado es la misma ideología que modela el aislamiento y egoísmo de las sociedades industrializadas de hoy: neocolonialismo. Este, en efecto, ya no es un sistema económico, sino ideológico, fuertemente centralizado; la vida en las antiguas colonias se ha tornado fantasmagórica, desamparada, inmerecida y banal, mientras que el lustre de los saltimbanquis californianos y londinenses se eleva sobre todas las aspiraciones del género humano.
«Fue hacia el final del quinto o sexto mes de su aislamiento, cuando la peste alcanzaba su punto álgido en la comarca, cuando el príncipe Próspero decidió entretener a sus amigos  con un baile de disfraces magnífico, extraordinario».
Riqueza, lujo y exceso consagran a una pequeña región del mundo sobre todas las demás, región necesariamente desterritorializada, que excluye el tercer mundo dentro del primer mundo y el primero dentro del tercero. Los medios de comunicación realzan la superabundancia de dichas regiones, tornándolas en los principales escenarios de la historia. Un sentimiento artificial de inclusión y de exclusión crece dentro y fuera de las sociedades modernas. «¿Cómo puedo ir a Broadway?… Quiero ir al centro de todo[2]», asevera uno de los personajes de «Manhattan Transfer» luego de desembarcar en los Estados Unidos. Broadway, no obstante, es descrito por Dos Passos como cualquier calle hacinada, sobre la cual la gente camina en todas las direcciones. La ideología neocolonialista es apenas estremecida por catástrofes y desastres naturales. En 1985 veinticinco mil personas murieron en Colombia como resultado de un desastre natural. Tres días más tarde los medios de comunicación bogotanos señalaban con orgullo que por una semana Colombia había sido el centro de atención del mundo; ese mundo se reducía a un puñado de periódicos de Japón, Europa occidental y el mundo anglosajón
Luego de invitar a sus parientes y amigos, el príncipe Próspero celebra su mascarada en seis de los siete salones de su fortaleza, pues «en el salón occidental, o de ébano, el efecto de la luz de las lámparas que se filtraba sobre las pesadas colgaduras mortuorias a través de los vitrales sanguinolentos, era espectral en extremo, y producía un gesto tan desencajado sobre el rostro de sus huéspedes, que muy pocos osaban aventurarse en sus precintos. Era además en este apartamento en donde un reloj gigantesco de ébano se erigía contra la pared occidental. Su péndulo oscilaba de un lado a otro con un clamor pesado y monótono; y cuando el minutero consumía el circuito de su rostro, y cuando la hora estaba cerca de anunciarse, surgía de sus pulmones metálicos un sonido claro, profundo, fuerte y, sobre todo, musical, aunque de una nota y un énfasis tan peculiar que al fin de cada hora los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir, momentáneamente, su interpretación para percibir aquel tañido; y así, inevitablemente, las parejas de bailadores cesaban sus meneos, y un breve desconcierto se cernía sobre toda la compañía de divertidos; y se podía observar que mientras los campaneos del reloj aún resonaban, los más frívolos palidecían y los más maduros y aplomados pasaban sus manos sobre sus frentes, como presas de un ensimismamiento o meditación confusa.»
Mientras discutimos el juicio y la voluntad de nuestros caudillos, concedemos al Tiempo el comando supremo de nuestra existencia. Poe teje su narración alrededor de un reloj tenebroso y solemne, recuerdo urticante de los límites de nuestras horas.  Los ancianos, al igual que los jóvenes y los más alegres, son estremecidos por sus campanazos. A pesar de los esfuerzos de cirujanos plásticos e ingenieros genéticos, millones de seres humanos mueren día a día. Las cifras sobre los promedios de vida son engañosas: favorecen a los países con las más bajas tasas de nacimiento. Nadie conoce su última hora; nadie sabe sus circunstancias. La muerte cercena la existencia de hombres y mujeres sin reparar en su edad, en su credo o en su linaje. Guías espirituales y filósofos como Jesús, Buda, Socrates, Boecio, y Montaigne sobresaltan las ventajas de una vida sin temores. Pero nuestras sociedades, tal y como nuestros perspicuos líderes las han entendido, se basan en el miedo: miedo a ser ridiculizado, miedo a ser perseguido, miedo a deprimirse, miedo a morir. Una comunidad sin miedo a la muerte deterioraría la solidez de un sistema que produce, inculca y controla sus miedos. Los presupuestos de defensa son aprobados de acuerdo al miedo que el mundo inspira en nuestros políticos. La avaricia crece, pues los más acaudalados temen volver a un estado menos acaudalado. Los emigrantes del mundo subdesarrollado arriesgan sus vidas por miedo a la hambruna. Pero el miedo, como la esperanza, es una especulación azarosa sobre el futuro. A pesar de la guerra, el hambre y la enfermedad, la vida humana continua en las naciones más pobres. Por otra parte las naciones más 'seguras' del mundo han demostrado su vulnerabilidad al terrorismo local e internacional. La realidad es que nadie puede controlar el destino de un universo supeditado a su destrucción.
El once de septiembre de 2001, los tañidos del reloj de ébano de Poe fueron estrepitosamente oídos. Su impacto psicológico sobre la población de los Estados Unidos requería no solamente un diálogo sobre la organización política del mundo, sino también una reflexión metafísica sobre el propósito y el sentido de su existencia. En su lugar clérigos dogmáticos y políticos necios redujeron el problema del islamismo radical a un forcejeo entre el bien y el mal. A medida que los ejecutivos de la industria de armamentos se enriquecen más y más, los ciudadanos de las naciones más prósperas recobran su entumecimiento metafísico.
«Pero cuando los ecos [del reloj] cesaban, una hilaridad liviana se difundía entre los convidados; los músicos intercambiaban miradas y sonreían por su demencia y nerviosismo, musitando votos de que el próximo tañido del reloj no habría de producirles una emoción parecida (…) Hasta que el reloj comenzó a exhalar los tañidos de la medianoche, y la música cesó (…) Y así, antes de que se ahogaran en el silencio los últimos ecos del último campanazo, varios comensales descubrieron la presencia de una máscara hasta entonces desapercibida. Y habiendo corrido en un susurro la noticia de su intrusión, se suscitó entre la concurrencia un cuchicheo, un murmullo significativo de asombro y desaprobación, y luego, por último, de terror, de horror y de repugnancia (…)  El personaje era alto y descarnado y estaba envuelto en un sudario de pies a cabeza. La máscara que ocultaba su rostro representaba tan bien el semblante de un cadáver rígido, que el análisis más minucioso difícilmente hubiera descubierto el artificio. No obstante, todos aquellos locos desenfrenados la hubieran podido soportar, si no aprobar. Pero el fantoche había osado adoptar el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban empapadas de sangre, y su amplia frente, al igual que los rasgos de su rostro, estaban salpicados del horror escarlata.»
«Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre esta figura espectral —la cual, con un compás lento y solemne, como para mejor consumar su papel, se zarandeaba de un sitio a otro entre los bailarines—, se le vio, en primer lugar, convulsionarse en un violento estremecimiento de nausea y horror, pero casi enseguida su frente enrojeció colérica.»
«— ¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los cortesanos que lo circundaban—, quién se atreve a insultarnos con esa burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascaradle! ¡Que sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al amanecer!»
«Era en la sala siniestra, o sala azul, donde se encontraba el príncipe Próspero cuando pronunció estas palabras, las cuales resonaron fuerte y claramente a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre temerario y robusto y la música había enmudecido a una señal de su mano. Era en la sala azul en donde estaba el príncipe con un grupo de cortesanos pálidos a sus costados. Primero, mientras él hablaba, hubo entre el grupo un leve movimiento de avance en dirección del intruso, quien durante un momento estuvo casi al alcance de sus manos, y que ahora, con paso deliberado y continuo, se acercaba más y más al príncipe. Pero, por cierta reverencia indefinible que la audacia insensata de la máscara había inspirado entre los convidados, no hubo nadie que pusiera la mano en ella, aun cuando, sin encontrar ningún obstáculo, pasó a dos pasos de la persona del príncipe; y en tanto que la inmensa asamblea, como si obedeciera a un solo movimiento, retrocedía del centro de la sala a las paredes, la máscara continuó su camino sin interrupción, con aquel mismo vaivén solemne y mesurado que la había distinguido desde el principio, de la sala azul a la sala púrpura, de la sala púrpura a la sala verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y de la blanca a la violeta, antes de que nadie hiciera un movimiento decisivo para detenerla. Fue entonces, cuando el príncipe Próspero, exasperado de cólera y vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis salas sin que nadie lo siguiera, porque un terror mortal se había apoderado de la concurrencia. Blandía un puñal y se había aproximado impetuosamente a una distancia de tres o cuatro pasos del fantasma que se batía en retirada, cuando éste, llegado a la proximidad de la sala de los terciopelos, se volvió bruscamente afrontando a su perseguidor. Hubo un grito agudo, y el puñal se deslizó relampagueante sobre la alfombra fúnebre; casi de inmediato el príncipe cayó postrado sobre ésta en un rictus de muerte. Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, una multitud de máscaras se precipitó a la vez en la sala negra, y, asiendo al fantoche que se mantenía, como una gran estatua, rígido e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, se sintieron sofocados por un terror innombrable al descubrir el sudario y la máscara cadavérica —arrebatada con furia inusitada—, desprovistos de formas tangibles.»
La prosa de Poe se torna macabra. La historia del príncipe Próspero advierte al lector sobre la inminencia de la muerte, y sobre el esfuerzo inútil de quienes pretenden sobrevivir a costa del resto del mundo:
«Todos reconocieron entonces la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y los desenfrenados cayeron uno a uno en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj de ébano acabó con la del último de aquellos divertidos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y las Tinieblas, y la Decadencia, y la Muerte Roja ostentaron dominio ilimitado sobre todos.»
Su último párrafo es apocalíptico para sus personajes y admonitorio para sus lectores. La mayoría de los vasallos de Próspero sobreviven y una nueva generación de hombres y mujeres pueblan la comarca. 
Siglos más tarde, en un país remoto, un poeta escribe la historia de un hombre saludable que desafía la generosidad de la fortuna. Su poder absoluto lo persuade de su habilidad para controlar su vida y su muerte; reacio a aliviar la enfermedad y la miseria de sus súbditos, este hombre se retira a su morada más segura: su palacio, para sumirse en una tranquilidad rayana en su muerte.


[1] Ni los filósofos están exentos del delirio profético. En 1790 Edmund Burke publicó Reflections on The Revolution in France, tratado que anticipa cronológicamente el legado de la revolución francesa, incluyendo el ascenso despótico de Napoleón Bonaparte.

[2] Doss Passos, John. Manhattan Transfer (Londres: Penguin, 1986), p.16.